viernes, 17 de septiembre de 2010

LOS GITANOS

Los recuerdo llegando al pueblo en caravana con sus peculiares carretas ocupadas cada una de ellas por multitud de gitanos, gitanas, gitanillos y gitanillas. Los veíamos aparecer por la descarnada y polvorienta carretera de acceso para dirigirse a la plaza, y allí, en el ayuntamiento, solicitaban permiso, que no recuerdo que jamás se les negase, para residir durante unos días, dedicándose a sus habituales quehaceres, que no eran otros que los de componer y recomponer cacharros de cocina y poner en escena breves representaciones musicales acompañados de algún animal adiestrado que hacía las delicias de los más pequeños.
Recorrían las calles con su habitual desparpajo, su alegría permanente, siempre afables, con su peculiar acento, su sonoro timbre de voz y su arrebatadora simpatía que les hacía ser harto populares y siempre bienvenidos a los pueblos de los alrededores adonde todos los años acudían y que hasta donde mi memoria infantil alcanza, no faltaban nunca a la cita.
Se instalaban en las eras del pueblo, muy cerca de la casa de mis padres y allí hacían su vida, en sus carretas, sin molestar a nadie, pese a la algarabía constante y la actividad permanente que mantenían. No recuerdo ningún incidente que pudieran ocasionar ni ningún altercado del que pudieran ser protagonistas. Eran bien recibidos en las casas y casi todos los vecinos les entregaban sus pucheros, sartenes, fiambreras, ollas y demás cacharros de cocina, que por un módico precio, restañaban y moldeaban, dejándolos otra vez en perfecto estado.
Para nosotros, los más pequeños y seguramente para nuestros mayores también, estas gentes representan a un pueblo nómada, peculiar y respetable, mucho más de lo que lo es hoy. Cierto es que debían pedir permiso para establecerse en las eras, pero esto constituía más una costumbre que una obligación y hoy, me cabe la duda de si los últimos años debían seguir esta norma que, en cualquier caso, jamás se les denegaba.
No recuerdo que entonces tuvieran la mala fama con la que se les ha cubierto en tiempos más recientes, sobre todo desde que se ubicaron en las ciudades. Pienso que el hecho de convertirse en sedentarios después de una historia de nomadismo, constituyó un trauma para unos espíritus libres acostumbrados a recorrer los caminos y los pueblos, donde eran verdaderamente felices, disfrutando de una consideración general mucho más benévola que en la actualidad, en que son rechazados, vilipendiados y expulsados de los países adonde se ven obligados a residir en medio de la miseria y la desesperación.
No Son éstos gitanos de hoy, aquellos gitanos de los años cincuenta a los que yo aludo y recuerdo con cierta nostalgia. Alegraban la estricta, espartana y dura vida de las gentes de los pueblos de aquella época y llevaban a cabo una labor considerada y eficaz, como lo hacían los afiladores, los esquiladores y los segadores. Unos con su bicicleta y su inconfundible melodía que llamaba a las gentes y que memoricé entonces y hoy recuerdo como el primer día.
Los esquiladores con su fuerza y maña increíbles para esquilar a las ovejas y los segadores, entrañables personajes, procedentes en su mayoría de Extremadura y que la gente del pueblo albergaba en sus casas mientras durase su estancia. Buena y trabajadora gente, que al término de la jornada, se reunían en torno a la mesa, en la cocina, al amor de la lumbre, para contarnos historias de los lugares de donde procedían.
Todos ellos me traen a la mente una evocación romántica de aquellos hermosos tiempos, en los que estas gentes tenían la virtud de transformar la vida del pueblo durante el tiempo que permanecían en él, revitalizándolo y poblándolo de nueva savia, año tras año, a plazo fijo, sabiendo que al próximo, en las mismas fechas, volverían de nuevo.
Hasta que la modernidad se los llevó, los alejó de los caminos y los pueblos y el encanto se desvaneció para siempre.

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