miércoles, 6 de octubre de 2010

POR QUÉ NOS GRITAN TANTO

Desde el momento en que nacemos, nuestros tiernos oídos se acostumbran ya a los gritos que nuestros padres, familiares y vecinos nos dedican para alabarnos – cuando es bien sabido que recién nacido no hay niño/niña mono/mona, más bien esto último – para dedicarnos los más tiernos piropos, y así, a medida que vamos creciendo, van sumándose también los admiradores que maltratan nuestro órgano auditivo, acompañados de toques, pellizcos y otros signos externos de admiración, que aguantamos como buenamente podemos.
Nos gritan los profesores en el colegio, los cuidadores en el comedor, los compañeros en los juegos y los padres de nuevo al volver a casa. Nos grita nuestra madre porque vamos hechos unos zorros, porque nos hemos manchado, porque no hacemos caso, porque salimos tarde para el cole, porque tardamos en regresar, como lo harán más adelante cuando empecemos a salir y nos retrasamos al no respetar la hora acordada, porque vamos con malas compañías, porque no estudiamos, porque no comemos o comemos demasiado. Siempre nos están gritando.
Nos levantan la voz en el trabajo – en tiempos pretéritos, el empresario acostumbraba a dirigirse a voces al trabajador, a llamarle la atención sin respeto alguno, pues lo consideraban algo así como una posesión suya, lo cual no era sino puro maltrato, que hoy se ha suavizado ya que existen otros métodos más sutiles de relacionarse con los proletarios – nos levanta la voz la chica con la que salimos, los abuelos porque no vamos a verlos, los energúmenos que al utilizar el móvil hablan a voz en grito en el autobús, en la calle, en el trabajo, en la panadería, en cualquier sitio.
Y después de una vida de tantos decibelios soportados, se va acercando ya el descanso definitivo a tanto desenfreno sonoro, y nos gritan entonces porque no oímos, porque nuestros ancianos y cansados oídos han decidido tomarse un respiro definitivo, y entonces, cuando llega el último, definitivo y supremo instante, nos gritarán también, para comprobar que, efectivamente, nos hemos ido al otro barrio, donde cabe esperar que todo se desarrollará en el mayor de los anhelados silencios.
Un caso especial que nos afecta a todos y que merece la pena analizar es el de los políticos. Levantan la voz como posesos, cual personas mal educadas convencidas de que pueden dirigirse así a un auditorio que les pertenece por derecho propio, porque a ellos les van a hacer el favor y sacar las castañas del fuego – aunque es evidente que es al revés - porque cuanto mayor volumen empleen, consideran, ingenuos ellos, que sus oyentes pensarán que están más cargados de razón que un santo – nunca he entendido esta expresión que de sabia nada tiene – cuando en realidad, los vemos y percibimos como engreídos cantamañanas, que, en definitiva, se apoyan en el grito para enmascarar su falta de convicción.
Son así la mayoría, y quiero pensar que no es un comportamiento exclusivo y característico de los políticos que campan por estos lares, ya que aunque no es moneda común en Europa, pues los hay que son comedidos que no siguen estos comportamientos, la verdad es que generalmente suelen observar las mismas actitudes por doquier, con lo que, aunque esto no debe servir para quedarnos más tranquilos, al menos podemos afirmar que los nuestros no son los únicos en desarrollar unos hábitos que son detestables por partida doble, ya que además de personas privadas, son personajes públicos que se dirigen a la sociedad a la que quieren convencer a voces.
Me recuerdan en ocasiones a los caudillos bolivarianos y a tantos otros que abundan no sólo en América Latina sino en otros rincones del Planeta agrediendo y golpeando los cinco sentidos de quienes tienen la osadía de escucharles, que no ya de oírles, pues esto último es absolutamente inevitable ante el torrente de voz amplificado decenas de veces por la megafonía.
Imagino que lo hacen porque es la mejor manera de atraer al personal, de mantenerlo subyugado, con esos cambios de timbre y de intensidad en la entonación, terminando las frases en un in crescendo que enerva y entusiasma al auditorio que ruge de emoción y de una desmedida pasión hacia el líder de masas que disfruta contemplando cómo se le entrega una audiencia cautivada por sus dotes de orador, aunque no diga nada, aunque su vacuo y vano discurso esté vacío de contenido y hayan sido más los ruidos que las nueces.
Las palabras de los profetas / están escritas en las paredes de los metros / y de las chabolas / y susurradas en el sonido del silencio. (Simon & Garfunkel – los sonidos del silencio).

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