Han pasado ya tres semanas del comienzo de la mal llamada
nueva normalidad, o del final del peor denominado aún, estado de alerta, que ha
dejado al País exhausto, descompuesto y sumido en una especie de melancólica
tristeza, que contrasta con la alegre y tradicional vitalidad de una ciudadanía,
que no consigue sacudirse una imagen de aflicción y desamparo que se materializa
sobre todo en los parques , dónde los niños apenas aparecen, lamentándose su
ausencia que nos priva de su alegría contagiosa tan necesaria en estos tiempos
de devastación y oprobio, que se manifiesta a todas horas y en todos lugares,
con la simple presencia de la gente portando la obligada y lastimosa mascarilla,
que nos señala como individuos que estuvieran en permanente estado de un penoso y lamentable
carnaval, disfrazados, imagen que nos persigue allá dónde vamos, sin excepción alguna.
Arrastramos una perversa situación, que sabemos ahora, no va
a mejorar, que va para largo, que no tiene fecha de caducidad, que nos va a
perseguir cada día, sabiendo que se acabaron los buenos tiempos, la vida despreocupada
y más o menos alegre, que muchos se podían permitir, y que empeora notablemente
la de quienes ya tenían problemas, que ahora se van a incrementar con la
inminente llegada de los ajustes, recortes, y otras negativas nuevas, que
habremos de soportar para recomponer una economía destrozada y una sociedad cansada,
hastiada y afectada por estos duros y desalentadores tiempos que nos ha tocado
vivir.
Asombra, conmueve y desalienta contemplar una España extraña,
desolada, minimizada, vacía, dónde el verano movilizaba a amplios sectores de
la población en busca de las playas, de las fiestas, del descanso reparador y
necesario del estío agotador, que ahora apenas contempla estas actividades, que se han visto reducidas
notablemente, en unos casos y anuladas en otros muchos, ante una angustiosa
situación económica y laboral que afecta a un importante sector de la población,
que en otros casos se ha decidido por la precaución, ante el miedo que esta
pandemia ha desatado, y que les condiciona a la hora de decidirse a viajar o a tratar
de salir del lamentable estado en que nos ha postrado este odioso confinamiento
que hemos tenido que soportar durante tanto tiempo.
Recorrer pequeños pueblecitos de la meseta, antes tan
animosos y concurridos en verano, y ahora tan solitarios, con las pocas gentes nativas
y las que acuden de la ciudad, con sus mascarillas ocultándoles la cara, es un
espectáculo estremecedor, siniestro y oscuro, que lleva con resignación la
gente mayor, que vivió la guerra y la posguerra, y que no salen de su asombro
ante semejante desatino en el que vivimos, del que ellos, sobre todo, ninguna
culpa tienen, como el resto de los ciudadanos de a pie, que aunque nos
preguntemos una y otra vez, quizás nunca sabremos qué está pasando, qué ha
motivado este desastre, y, sobre todo, si los hubiere, quién, cómo y por qué se
llevó a cabo, si quizás por nuestro estilo de vida todos somos culpables, o si somos
víctimas de una brutal confabulación que ha trastocado nuestra existencia.
No hay respuestas, nadie nos dice qué ha pasado, salvo la explicación
inicial, que no satisface a casi nadie, o la que implica a las principales
potenciales, que se acusan mutuamente, o la de los agoreros de todo tipo que
aventuran teorías más o menos fantásticas, que no convencen a nadie, y que no
consiguen más que crear una confusión tal, que no hace sino alejarnos aún más
de una verdad que posiblemente jamás conoceremos.
No nos queda más que el recurso a la resignación y a la
dolorosa sensación de que algo o alguien juega con nuestro destino, y a vivir
con el miedo de nuevos desastres que continuamente nos anuncian para un
incierto futuro, mientras volviendo la vista atrás, contemplamos un pasado
desolador con millares de víctimas, que son muchas más, según todos los
indicios, de las reconocidas oficialmente, como son muchos los errores cometidos
al comienzo de la pandemia por los gobernantes, que, por supuesto, nadie asumirá,
con lo que a los ciudadanos sólo nos queda, el miedo, la resignación, y un
punto de profunda rabia e indignación contenidas, ante tanto desamparo y tanta
desolación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario