domingo, 9 de marzo de 2025

La dignidad perdida.

 Definitivamente, a estas alturas, a nadie puede quedarle ya duda alguna, que el presidente del gobierno está decidido  a continuar en el cargo al precio que le imponga el titiritero jefe, fugado de la justicia de nuestro país, al que se le permite regresar  cuando chulescamente se le antoja desde allende la frontera, sin que tema por una detención que sabe no va a tener lugar, porque tiene patente de corso concedida expresamente para él, para que no se enoje, no se enfade, y ponga con ello en peligro la estabilidad de un gobierno que hace aguas por todas partes, pero cuyo jefe del ejecutivo ha decidido  mantener  a toda costa, permitiendo, cediendo y consintiendo lo indecible, lo inexplicable, lo vergonzante y profundamente indigno que el titiritero fugado de Waterloo le ordene en cada momento, bien desde sus cómodos aposentos, o bien en ellos,  a los que con frecuencia le obliga a acudir y adónde sumisa y obedientemente envía a sus fieles para rendirle pleitesía, y  de paso, escuche las nuevas exigencias y las últimas órdenes que haya dispuesto para su lacayo.

Y así, se le ha ocurrido que podría disponer del control de la inmigración y las fronteras – una competencia de Estado como ha afirmado - capricho que sabe va a conseguir con sólo sugerirle que es imprescindible para seguir manteniéndolo calentito en su encantador palacete de la Moncloa al que tanto aprecio ha tomado, y dónde piensa continuar hasta su jubilación, siempre con el permiso y el placet de quién maneja los hilos de su destino político, de quién depende y a quién no osa ni defraudar ni desobedecer en ningún momento, con el objeto de continuar una larga tradición que ya viene de lejos, y que al margen del país que representa, él administra siguiendo su proverbial y desmedida ambición personal, fruto de una exacerbada soberbia y una insólita y desmesurada falta de escrúpulos. 

Inquieta la alarmante y al mismo tiempo aparente tranquilidad de la ciudadanía de este país, que parece no ser consciente de una situación creada en éstos últimos tiempos, en el que la crispación a flor de piel y la polarización in crescendo permanente y visible en la calle y en los medios de comunicación, están sometiendo a esta sociedad a una dura prueba en la que cada vez toma menos partido, dejando las manos libres a una clase dominante, léase gobierno, que está colonizando las instituciones y los poderes del estado, sometiéndolos a su interés y capricho personal y de partido, ejerciendo un férreo control sobre la estructura estatal, manteniendo un rígido control perfecta y estrictamente sistematizado desde Moncloa, centro neurálgico desde dónde se originan, planean y dirigen las acciones a llevar a cabo con el objeto de que nada ni nadie pueda obstaculizar la decidida y taxativa intención de continuar al mando por tiempo indefinido, y caiga quien caiga, en su frenético y ambicioso plan de retener el ejecutivo al precio que sea necesario.

No es una cuestión baladí, es un hecho constatable cómo este gobierno se aferra a su poltrona con una desmedida voluntad que más que  pretender con ello ejercer la representación de los ciudadanos a través de su acción de gobierno, prima en ellos el hecho de permanecer en su puesto a nivel personal, tal es la energía, la agresividad y la estrategia seguida, impropia de unos representantes elegidos por los ciudadanos de un país, que no contemplan, ni de lejos, la posibilidad de tener que abandonar un día su privilegiada posición.

Causa asombro, a la par que sonrojo, escuchar al presidente pronunciarse en contra de la oposición en unos términos ofensivos de una belicosidad sorprendente, no exenta de una ordinaria y rechazable vulgaridad, impropias de su cargo, y sobre todo fuera de lugar políticamente hablando, ya que se limita a expresiones despectivas e insultantes que no pretenden más que desacreditar al opositor y al partido que representa, en una inútil y desesperada intención que le descalifica personalmente, como político, y como orador que necesita recurrir a semejantes artimañas.

Alarma poderosamente el hecho de que el jefe del ejecutivo, y de paso el gobierno, han perdido los papeles de tal forma y manera, que parecen haberse olvidado que son los más altos representantes de un País democrático, cuyos ciudadanos los eligen libre y voluntariamente en las urnas, decisión que les corresponde a ellos en exclusiva exigiéndolos en el cargo, eficacia, responsabilidad, y algo fundamental, como es la honestidad, y permanecer al frente mientras sea absolutamente necesario para los intereses de los ciudadanos, y no para los propios como es el caso.

 Un gobierno que ha perdido por completo la dignidad, un ejecutivo en estado de desguace, recurriendo a artimañas de todo tipo, y creando con ello un estado de inestabilidad del que no parecen ser conscientes, pues tal es el estado de obsesiva desesperación por continuar a toda costa, pero de la que los ciudadanos, afortunadamente cada día van percibiendo más claramente, algo que es siempre deseable en una democracia que se precie de serlo, con el objeto de que el ejecutivo se entere clara y taxativamente que el poder no les pertenece, que es una delegación temporal que no admite apropiaciones indebidas, ni turbios manejos que no son fruto sino de la desmedida ambición que caracteriza  a este gobierno.


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