viernes, 15 de agosto de 2008

LA CIVILIZACIÓN DEL RUIDO

Vivimos en un mundo cada vez más ruidoso, donde cualquier actividad llevada a cabo por el ser humano supone alterar el medio en el que nos desenvolvemos contaminándolo todo.
Siempre se ha destacado la rotura del equilibrio de los ecosistemas achacándolo a la suciedad ambiental, tanto del aire como del agua, fundamentalmente, mientras nos olvidábamos de la contaminación acústica que cada día cobra más importancia debido a su incremento exponencial y al impacto que en la vida diaria está cobrando.
En las grandes ciudades, es imposible vivir ya sin ruido. No es preciso abrir las ventanas para percibirlo. Convivimos con el ruido incluso dentro de las paredes de nuestras casas, donde disponemos de todo tipo de artilugios eléctricos y electrónicos que logran alterar el minúsculo ecosistema en el que nos desenvolvemos modificándolo y trastocándolo, preparándonos para el infierno que nos espera una vez lo abandonemos y penetremos en la jungla del asfalto.
Desde la terraza del edificio donde me encuentro, percibo los sonidos que me arrullan cada día como el cada vez más insoportable estruendo de la circulación, acompañado por las bocinas que hacen sonar los conductores histéricos metidos en el correspondiente atasco; de las obras que nunca terminan, de esas motos, que cuanto más pequeñas son más escandalosas parecen, del camión de la basura, de la máquina que limpia las calles mientras ensucia el aire, del transporte público, que, curiosamente, cada día es más ruidoso, de los aparatos del aire acondicionado que escupen el aire caliente del interior de los hogares, oficinas, bares, y locales para que después lo podamos sufrir cuando salgamos al exterior con el correspondiente incremento de calor y ruido que originan.
No me olvido de los escandalosos vecinos que sin la menor educación – algo muy propio de este país – dialogan a voz en grito o deciden, sin cortarse lo más mínimo que todo el mundo se entere de sus problemas, comunicándoselo a toda la comunidad para escarnio de la misma y, oiga usted, para que conste, que en mi casa hago lo que me da la gana, que para eso es mía.
No quisiera dejarme en el tintero al clásico/clásica vecino/vecina de turno que todos los días tiene por costumbre cambiar la distribución de todo el mobiliario de la casa a horas intempestivas y ducharse a continuación para rematar al somnoliento y sufrido vecino.
Tampoco podemos dejar de lado, por tratarse de un auténtico y sonoro vicio nacional, el estruendoso y bochornoso vocerío que suele orquestarse en los bares y restaurantes anulando cualquier intento de conversar amigablemente, salvo que, a voces, nos impongamos a nuestra vez sobre el griterío de los demás.
Vivimos, definitivamente, en un mundo ruidoso. Digamos que más exactamente en un país ruidoso. La culpa, en general, reside en esta sociedad tan mecanizada, tan absurdamente veloz, tan estresada.
La educación puede y debe jugar un importante papel. Quizás habría que empezar por la escuela, donde los maestros, los profesores, los enseñantes en general, deberían necesitar elevar menos la voz para hacerse entender entre sus alumnos a la hora de enseñarles que la educación y el respeto hacia los demás supone un paso adelante para vivir en una sociedad tolerante, culta y, por lo tanto, respetuosa con el medio ambiente en el que vivimos.
Por otro lado, la administración, tanto la central como la local, tienen una importante e ineludible labor a llevar a cabo, legislando y desarrollando normas que obliguen a contener la cada día más insoportable contaminación acústica a la que se ve expuesta el ciudadano.
No podemos acostumbrarnos a soportar los excesos de ruido como un peaje más a abonar por vivir en una sociedad cada vez más avanzada. Una sociedad ruidosa es una sociedad enferma, por lo que deberíamos renunciar a muchas comodidades que no son tales cuando para disfrutarlas tenemos que pagar un precio tan alto.

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