jueves, 26 de marzo de 2009

MALDITAS GUERRAS

Repasando las noticias del día, me detengo en una de ellas, cuyo titular, por terrible que sea, me doy cuenta después que leo con la mayor naturalidad, como si fuera una más, como si no destacara sobre el resto, como si no constituyera una novedad entre la vorágine de informaciones que hablan sobre las desgracias que día a día azotan a tantos habitantes de este infortunado planeta.
La información a la que me refiero, habla de la utilización por parte de Israel de una vergonzosa arma de aniquilación – todas las armas lo son - como es el fósforo blanco, en su reciente agresión a Palestina y que ocasionó espantosas heridas y mutilaciones en la población civil de esta martirizada zona, abandonada a su suerte, olvidada por Dios y por los hombres, para vergüenza de esta estúpida y vieja Europa – nada se podía esperar de EEUU - , que esperó a que Israel terminara su trabajo de exterminio, dejándole las manos libres, para comenzar a enviar la ayuda que, claro está, el Estado Judío les permitiese.
Pero, con todo, no es esto lo que me ha causado el estupor, la indignación y la vergüenza que ahora siento. Estamos tan acostumbrados a la diaria barbarie humana, que parece nos encontramos en un estado de letargo, de anestesia generalizada que nos induce a asimilar cualquier noticia por brutal que sea, como si de una rutina más se tratara a desarrollar en el día a día que nos ha tocado vivir.
Parece ser que según alguna tétrica, siniestra e inhumana convención – ahí tenemos la convención de Ginebra que regula el respeto a las normas y las costumbres para el correcto desarrollo del “arte de la guerra” – el fósforo blanco puede utilizarse en espacios abiertos, por lo que Israel se encuentra dentro de la legislación vigente en materia de utilización de armamento – y si no es así, tampoco iba a hacer dejación de lo que crea conveniente – y el hecho de que en esos espacios abiertos hubiera población civil, es sólo una cuestión accidental. Estaban en guerra y su acción, según las normas que rigen la misma, estuvo dentro de la legalidad.
Sin lugar a dudas, la capacidad del hombre para justificar sus brutalidades, no tiene límite. Es capaz de regular cómo matar, donde, cuando y en qué circunstancias, emitiendo después el veredicto correspondiente una vez analizados todos los hechos.
En los últimos cinco mil años, se calculan que han muerto por las guerras varios cientos de millones de seres humanos. Apenas ha habido épocas de paz, durante las cuales, en cualquier caso, se utilizaron para restañar las heridas, y preparar los siguientes conflictos bélicos que han asolado la humanidad a lo largo de su historia.
Hasta la primera mitad del siglo XX, se estima que nueve de cada diez víctimas eran soldados. En la segunda mitad se invierte esta proporción hasta el punto de que nueve de cada diez víctimas eran civiles. Ahí tenemos el ejemplo de Irak, con una población civil que sufre los espantosos efectos directos e indirectos de una guerra ominosa, ilegal e ilegítima – como lo son todas – y que ningún derecho internacional – absurdo derecho en el que cada país se somete o no a su jurisdicción en función de sus intereses – puede condenar y mucho menos ejecutar la imposible sentencia.
Estamos en el siglo XXI y el hombre continúa, más que nunca, como si en la Edad Media se encontrara, haciendo de la guerra una profesión. Resulta desolador como se difunden las exposiciones y ferias de armamento. Esta industria es de unas proporciones formidables, y cualquier país – el nuestro es un importante productor exportador de armamento – fabrica armas, que como tales, están destinadas a ser utilizadas como instrumentos portadores de muerte y destrucción.
Ningún soldado de ningún país, de ninguna raza, creencia o condición - salvo en caso de legítima defensa propia - debería jamás obedecer orden alguna de ningún general, de ningún político, revolucionario, o iluminado salvador de turno. Nadie puede enviar a la muerte a nadie. Ni obediencia debida ni sagrada convicción moral o religiosa. La guerra es una aberración humana. Que la hagan quienes las promueven y así acabaremos con ellas para siempre.
Escribo estas líneas desde el recuerdo del dolor de un padre, personaje muy conocido, cuyo hijo fue una de las víctimas de la guerra de Irak, mientras ejercía su labor de periodista. Este padre, en medio de su angustia, su rabia y su desesperación, pronunció la frase que da título a estas líneas y que se me quedó grabada desde entonces: malditas guerras.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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