lunes, 21 de junio de 2010

ABRAZADO AL ÁRBOL DE LA VIDA

Se nos ha ido Saramago, se ha fundido en la nada, y con ella, allí se ha instalado para toda la eternidad. Como si de un sueño se tratara, como si de un largo viaje regresara, ha hecho un alto en el camino, ha decidido dejar de soñar, y se ha retirado a la senda infinita de árboles frondosos a cuya sombra descansará y a cuyo tronco recurrirán sus brazos para recorrerlos como hiciera su abuelo, cuando presintiendo su muerte y con lágrimas en los ojos, se abrazó uno a uno a todos los que poblaban su pequeño huerto, despidiéndose así de la vida que tanto amaba.
La vida es una sorpresa, afirmaba Saramago, un regalo, una ilusión, un tiempo para cambiar el mundo, cambio que, aseguraba, no podremos llevar a cabo si previamente no cambiamos nuestras vidas, si no abandonamos la ceguera crónica que padecemos y abrimos los ojos a un mundo que está ahí, pero que parece no queremos ver, porque no nos gusta lo que contemplamos.
Su compromiso social y político, profundamente humano, ha dejado una profunda huella en la sociedad de nuestro tiempo. Alabado por la inmensa mayoría por sus dotes literarios y filosóficos y criticado por los integristas religiosos que no le perdonan su serena, razonada y firme actitud crítica ante la Iglesia Católica, la cual no ha desperdiciado esta ocasión para denigrarlo, tachándolo de marxista, materialista y enemigo de la religión. Callaron de forma ominosa cuando murió Vicente Ferrer, ante su grandiosa obra, y calumnian hoy a un hombre bueno, sencillo y sabio.
La voz de Saramago se eleva sobre la falsedad, la mentira y la posición ruin del poder y las fuerzas fácticas de todo signo que condicionan la capacidad de discriminación de las gentes, incapaces de liberarse de las ataduras de quienes se encargan de manejar sus capacidades críticas, condicionándolas hasta el extremo de gobernar sus mentes incapacitándolas para elaborar juicios críticos, razonados e independientes, alejados de todo fanatismo de cualquier signo.
Unos días antes de su partida, deposité sobre mi mesilla de noche uno de sus libros. Siempre lo seguí, en sus apariciones públicas, en sus declaraciones, en las reseñas de sus libros y he seguido la publicación de su amplia obra, leyendo extractos de la misma y empapándome de su pensamiento, pero confieso que jamás había leído libro suyo alguno.
Caín, es el libro. Me espera impaciente y yo lo contemplo cada día con una serena y tranquila inquietud, a sabiendas que en él se encuentra el espíritu y el pensamiento de quien sé no me va a defraudar, porque comulgo con él y su ideario y porque aunque así no fuera, le respeto profundamente. Providencial ha sido el hecho de coincidir su desaparición con la aparición en mis manos de una de sus obras. Lo acogeré en mis manos con el mismo amor y la misma pasión con la que el abuelo de Saramago se despidió de la vida abrazándose a los árboles de su huerto.

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