viernes, 5 de noviembre de 2010

HERMANA JARA

Cuando nació, en un pueblecito de la llanura manchega, su padre exclamó con sorpresa, ¡válgame dios, si parece una jara! Y lo hizo al contemplar el puro y delicado color rubio del pelo que ya cubría su diminuta cabecita, a imagen y semejanza de la planta del mismo nombre que cubre los campos y las llanuras de la sin par y hermosa tierra de la Mancha, la misma que Don Quijote y Sancho continuarán recorriendo hasta el final de los tiempos.
Y con el nombre de Jara se quedó, la Hermana Jara, la Tía jara, la Jara, una mujer con carácter, que lo daba todo, buena, impetuosa y trabajadora de la tierra que la vio nacer junto a las viñas y los olivos que rodean las blancas y enjalbegadas casas que bordean las calles siempre inmaculadas, limpias y frescas de Arenas, Arenas de San Juan, donde ahora, si continuara entre nosotros, sería casi centenaria, como los olivos que salpican el paisaje manchego.
Tuvo La Tía Jara doce hijos, de los cuales sobrevivieron ocho. No todos nacieron en su humilde y acogedora casa, sino que La Hermana Jara decidió que algunos vinieran al mundo en la viña, apegados a la tierra, y así, a la sombra de las vides, generosas como ella, vieron por primera vez la nítida, clara, cristalina e intensa luz que baña los campos manchegos.
En época de vendimia se llevaba los pequeños a las viñas y lo hacía de una forma muy peculiar a la vez que práctica: en las aguaderas, a lomos de borrico, la mitad en un lado, la mitad en el otro y así llegaban a los campos de vides, donde los depositaba a la fresca hasta que la dura jornada terminaba, ya con el sol puesto.
De vuelta, de nuevo a lomos de Rucio, cual rocín de Sancho Panza que anduviera en tiempos por estos campos, retornaban al pueblo donde le esperaba faena en la cocina preparando las gachas, el zarangullo, o cualesquier otra sencilla cena destinada a alimentar a su numerosa prole, todos juntos al amor de la lumbre, tanto en verano como en invierno, cuando el intenso frío de de la Mancha azotaba sin piedad la llanura y cubría el pueblo de un blanco y persistente manto de nieve.
Sin más ideología que el duro y agotador trabajo en el campo y en la casa, su genio y figura salía a relucir con frecuencia, denotando a una mujer fuera de lo común, como tantas otras que se vieron relegadas en aquello época y que ahora, sin lugar a dudas, destacarían en nuestra moderna sociedad por su temperamento y su carácter fuera de lo común.
Lo demuestran hechos como el de tener el valor de negar a sus hijos la asistencia a la acostumbrada y servil recepción al gobernador de turno que de vez en cuando se daba un baño de multitudes por los pueblos, paralizando toda la actividad, ya que obligatorio era que todos salieran a vitorear al jerifalte de turno.
La atroz guerra civil llevó la tragedia a su familia. Su padre, un buen hombre que no cometió más delito que el de nacer y vivir en la pobreza, labrando la tierra y cultivando las viñas, fue cruelmente asesinado sin juicio, sin haber hecho mal a nadie, ni siquiera se metió en política ni se enemistó con persona alguna. Un día se lo llevaron y no volvieron a saber más de él. Ni siquiera supieron, ni saben hoy en día, donde está, donde lo enterraron, donde reposan sus restos.
La recuerdo alegre, siempre sonriente, bonachona, firme, segura de sí misma con el pelo blanco recogido y su eterno vestido negro. Hola hermoso, me decía con ese calificativo tan utilizado por allí, o aquel de ven acá, rico mío, cuando estuvimos en el pueblo al poco tiempo de casarnos. Mi esposa era sobrina de la Tía Jara y cuando fuimos a la fiesta del pueblo nos alojamos en su casa. Nos colmaron de atenciones e hicieron que nos sintiésemos como en la nuestra.
El Tío Evaristo, su marido, simpático, socarrón y dicharachero, nos llevó a una finca en las afueras del pueblo donde vendían un extraordinario queso manchego que allí elaboraban y que dio lugar a que me contara una historia que merece la pena destacar y que denota su abierto y pícaro carácter.
Nos dirigimos a pie por un estrecho camino a través del campo y me habló de unos marqueses que en tiempos vivieron por aquellos lares. Afirmaba en dicho relato que la gente comentaba que el marqués era incapaz de mantener a la marquesa. Le mostré mi sorpresa al responderle que no entendía como eso era posible si se trataba de todo un marqués. La media sonrisa que mantenía mientras me lo contaba, se convirtió en una guasona y acentuada risilla ladina y harto burlona que me hizo sospechar que esa historia encerraba un doble sentido. Entonces, inocente de mí, caí en el cuento.
Reposa la Tía Jara en el cementerio de Arenas, rodeado de viñas, de olivos y del campo de su querida tierra manchega que tanto amó. Durante el día le acompaña la purísima y brillante luz de la interminable llanura y cuando llega la noche una tupida y brillante sábana de de estrellas extiende sus rutilantes brazos sobre los campos que hollaron los pies de la Hermana Jara.

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