viernes, 21 de enero de 2011

LA CEREMONIA DE LA CONFUSIÓN

Hace treinta mil años, nuestros ancestros, con la aparición del Homo Sapiens, ya poseían un nivel elemental de lenguaje que les permitía comunicarse. A partir de entonces fue perfeccionándolo hasta llegar a hace aproximadamente cinco mil años en que las diversas oleadas de poblaciones diversas, procedentes del centro de Asia, se extendieron por el resto del mundo conocido, entrando en contacto la multitud de lenguas existentes, iniciándose un intercambio entre ellas, que merced a los préstamos, cesiones y cambios lingüísticos habidos, originó las lenguas Indoeuropeas, que dieron lugar a los diferentes idiomas modernos tanto de Europa como de Asia meridional.
Desde esos comienzos, multitud de lenguas, hablas y dialectos han surgido, experimentando cambios, y desaparecido a un ritmo vertiginoso tal, que se calcula que hoy en día se hablan alrededor de seis lenguas y dialectos en todo el mundo. Para un planeta con más de seis mil millones de habitantes, la cifra es abrumadora y hasta cierto punto inexplicable, si tenemos en cuenta la moderna civilización que permite un comunicación permanente e instantánea entre la población de una sociedad cada día más mezclada y por lo tanto más necesitada de entenderse, de comunicarse, de poder transmitir sus emociones, sus deseos y sus vivencias al resto de los ciudadanos con los que conviven.
Pero parece que no estamos muy interesados en ello, pese a que en este empeño mucho nos jugamos, ya que las sociedades, sobre todo las europeas, cada día son más cosmopolitas, están más inmersas en un mar de lenguas que los integrantes de los diferentes países que nos visitan – no precisamente por placer, sino por necesidad – traen consigo, configurando así un panorama lingüístico realmente complicado.
De abrumador y hasta desolador podríamos calificar esta situación, si tenemos en cuenta los tremendos problemas de comunicación que se plantean y que impiden el entendimiento y la comprensión hacia estas gentes, y con ello la ausencia de malos entendidos e indeseadas suspicacias que se originan y que podrían desaparecer dando lugar así a la solidaridad, a la comprensión y a una postura más afecta hacia ellos, y que en estos momentos suele brillar por su ausencia.
Y en este punto nos encontramos, cuando en medio de mis reflexiones contemplo con estupor, como el Senado de nuestro País - con doscientos sesenta y cuatro miembros – ha decidido que se hablen cuatro lenguas, lo cual supone que tocan a un idioma por cada sesenta y seis senadores – en el planeta Tierra tocamos a un millón de habitantes por cada lengua – y algunos nacionalistas catalanes se permiten el lujo de manifestar que esto es sólo el principio, es decir, que con el tiempo se llegará a aceptar también en dicha Cámara al Ardanés Catalán, el Berciano Leonés y la Gacería de Cantalejo (Segovia) - con todo respeto y consideración hacia estos dialectos - y algún otro que de paso se les ocurra y que logre configurar la Babel más absurda, anacrónica e ininteligible que pueda imaginarse.
Todo esto me recuerda que hace una treintena de años se aventuraba cómo en el mítico año dos mil la sociedad, a la que denominaban la sociedad del ocio – imagino que querrían decir del aburrimiento – dispondría de tanto tiempo para no hacer nada – pensaban que las máquinas trabajarían por nosotros - que no sabríamos cómo disponer de tanto tiempo libre.
Adivinos ellos, no dieron una en el clavo, ni en éste aspecto ni en las supuestas ciudades fantásticas que diseñaban con los coches voladores y demás zarandajas con las que nos machacaban los aprendices de brujo. Contemplamos ahora como aceptaron de pleno, – salvo que se refirieran a los parados, aunque creo que no llegaran a tanto acierto - pues estamos mucho más ocupados – los que pueden estarlo, claro está – y pese a ello, bastante más abrumados económicamente que entonces.
Pues eso, que en el asunto que nos ocupa, pasa lo mismo. En lugar de simplificar, de hablar una sola lengua, de evitar con ello mal entendidos, de facilitar en suma la comunicación – y no hablamos del derroche económico que los gastos de las traducciones conlleva – montamos una moderna torre de babel, que choca frontalmente con la modernidad en la que nos desenvolvemos.
Las estadísticas mienten cuando afirman que en este País no hablamos idiomas. Sólo en un edificio de Madrid, en concreto en el Palacio del Senado, se hablan cuatro.

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