miércoles, 16 de marzo de 2011

EL INFIERNO NUCLEAR

Estamos jugando con fuego, con la aterradora capacidad energética que posee el átomo en sus entrañas cuando lo alteramos, cuando jugamos con él, llegando adonde quizás jamás debiéramos haberlo hecho, porque las terroríficas consecuencias de la sobrecogedora energía que desprende su manipulación, quedan fuera de nuestro control, fuera del alcance de una tecnología que pretende imitar a las estrellas donde las reacciones nucleares que en ellas tienen lugar están perfectamente controladas y destinadas a crear y mantener la vida en un planeta como el nuestro, donde nos empeñamos en manejar la naturaleza a nuestro antojo, sin tener los conocimientos necesarios ni la fuerza moral suficiente, ni la humildad mínima exigible a una humanidad que le ha perdido el respeto.
Y de vez en cuando nos lo recuerda, nos envía señales de su sobrecogedor poder y pasa por encima de nosotros trágicamente, causando unos tremendos destrozos ante los cuales el hombre nada puede hacer ya que su capacidad de defensa ante ella es inexistente, incapaz e inútil pese a toda la tecnología y la estúpida soberbia que despliega ante las fuerzas de la naturaleza que estaba aquí antes que nosotros, que nos proporciona su cobijo, nuestro sustento y su belleza.
Sobrecogen las escenas de Japón, donde una central con seis reactores nucleares arden en llamas mientras los pocos ingenieros que quedaban deben abandonarla para huir de la pavorosa radiación contra la que nada pueden hacer. Abandonada a su suerte, tratan de refrigerarla desde lejos, con helicópteros, como si se tratase de un aterrador ente llegado de otros mundos, contaminado e incontrolado del que, atemorizados, deben alejarse.
Espeluznante las imágenes de una pequeña zona creada por los hombres, de la que ahora la población debe alejarse decenas de kilómetros para evitar la contaminación nuclear, recordándonos a Chernobil, lugar desértico e inhóspito ahora y para siempre a causa de la explosión del monstruo nuclear que causó y sigue causando la muerte y la enfermedad entre la población que ya nunca jamás podrá volver, ya que la radiación permanece miles de años.
Nos habían hecho creer que esta energía era limpia, que no contaminaba, que nos permitiría cumplir con los acuerdos internacionales de rebaja y disminución de emisiones contaminantes y, de improviso, a causa de un terremoto, siempre imprevisible en un Planeta Tierra vivo y en constante cambio, nos hablan de pánico nuclear, de apocalipsis nuclear, de infierno nuclear.
Viajando por este País nuestro, contemplamos cada vez con más frecuencia los modernos molinos de viento emulando a aquellos que Sancho Panza describió a D. Quijote como tales molinos y no como gigantes contra los que desatar su justa cólera en fiera y desigual batalla. No poseen brazos de casi dos leguas como creía ver nuestro héroe Cervantino, pero están dotados de una fuerza descomunal como lo estarían aquellos, no para luchar, sino para generar una energía limpia al exponer sus brazos al viento, y recibir del dios Eolo el impulso generoso necesario para producir electricidad de una forma limpia y no contaminante.
Nos encontramos en un país con una envidiable capacidad para generar energía procedente de dos fuentes limpias e inagotables: el viento y el Sol. Deben por lo tanto sobrar razones para explotar éstas y no la energía nuclear.
No podemos esperar al siguiente sobresalto. Las consecuencias de un desastre atómico no conocen límites ni fronteras, y un accidente en cualquier lugar del planeta puede trasladarse y tener repercusiones en el resto del mismo. El futuro debe estar en las energías limpias que nos brinda la naturaleza sin necesidad de manipularla.

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