jueves, 12 de enero de 2012

SOMOS HIJOS DE LAS ESTRELLAS

En una archiconocida y amable película donde se retrata la figura del personaje principal con un retraso psíquico que le acompañará toda su vida, pero que le permitirá desenvolverse en la misma con cierta soltura, incluyendo su incorporación a la guerra y su posterior ejercicio como modélico padre, en un momento determinado de su vida juvenil, cuando siempre estaba a la carrera, unas veces por que le perseguían quienes de él se burlaban y en otras porque era ya su habitual modo de desplazarse, alguien le preguntó por qué lo hacía y su contestación a medio camino entre la realidad, la fantasía y la filosofía fue: no lo sé, pero pese a que siempre estoy corriendo, no he visto que haya llegado a ninguna parte.
Brillante respuesta a una pregunta que nos hacemos con frecuencia a lo largo de nuestra vida y para la que no solemos obtener más respuesta que la que consigue nuestro protagonista, y que parece ser la única fiable aunque nos neguemos a admitirlo, después de analizar la frenética vida en la nos hallamos inmersos, aunque el tiempo que le dediquemos a dicha cuestión sea mínima, ya que de inmediato volvemos a la actividad que nos domina hasta tal punto que dejamos aparcadas esa consideraciones tan recurrentes como vacías de contenido, quizás porque inconscientemente nuestro cerebro así las trata con objeto de liberarnos de semejante dilema.
Somos manifiestamente incapaces de aislarnos por un momento de las tribulaciones en las que diariamente nos hallamos inmersos, de ese universo donde nos encontramos, del que formamos parte como una partícula infinitamente elemental, y vernos de esa manera a través de una ventana cósmica cuya visión nos depararía un hermoso planeta Tierra solitario, aislado del resto de los mundos, sin conexión alguna con ellos, donde la vida bulle en medio de la vorágine que amenaza con consumirnos.
Deberíamos concluir que somos inmensamente insignificantes, que no somos los dueños absolutos de una vida que, sin duda, prolifera y se manifiesta en infinidad de mundos que nos rodean, por lo que deberíamos limitar nuestra soberbia y contener nuestra capacidad de destrucción, no solo de nuestro entorno, que no nos pertenece, sino de nuestra integridad tanto física como moral para conseguir de este modo el respeto de una naturaleza que parece rebelarse contra nosotros en la misma medida que se ve agredida por una especie humana que hace tiempo se olvidó de sus orígenes cuando surgió en el mar.
Somos hijos de las estrellas, afirmaba Carl Sagan, de una energía formidable que puebla un universo ante el cual deberíamos recoger las velas de nuestra soberbia y contemplarlo como una majestuosa obra ante la que deberíamos elevar los ojos con frecuencia para contemplar la fantástica maravilla que nos rodena y que nos recuerda cada día que formamos parte de un cosmos que no se limita a un insignificante planeta como el nuestro, donde la vida se abrió camino con el propósito de poblar una naturaleza con la que convivir en perfecta armonía.
El nuestro es un viaje sin retorno, sólo de ida, con destino quizás a ninguna parte. Es por ello que deberíamos reflexionar, abandonar esa soledad en la que nos recluimos al considerarnos habitantes de este pequeño e insignificante mundo que habitamos y abrir nuestros ojos y nuestra mente a la idea de un universo que nos acoge, pese a nuestra hostil actitud, con los brazos abiertos.

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