lunes, 3 de abril de 2017

LA CIUDAD EN SILENCIO

Disponer del suficiente tiempo para recorrer las desoladas calles de una pequeña ciudad cualquiera de este País de nuestros desvelos, y hacerlo sin prisa ni precipitación alguna que pudiera distraernos en nuestro afán observador, supone descubrir un mundo aparte del que nos solemos formar en la aburguesada y tranquila mente, de quienes solemos tender a imaginar e idealizar, situaciones y vivencias que solemos hacer extensivas a los demás.
Tanta gente, que a veces sin saberlo ni mucho menos sospecharlo, está muy próxima y cercana a nosotros, tanto que no nos damos cuenta de que pueden vivir en mundos absolutamente dispares y distintos del que habitamos nosotros, acostumbrados como estamos a encerrarnos en nuestro pequeño mundo,al margen de los demás, inmersos en nuestro duro e impermeable caparazón defensivo que nos aisla del resto.
Una coraza de duro material, generalmente inmune a los desvaríos y desafíos externos que pudieran alterar nuestro tranquilo y relajante mundo interior, exclusivo y excluyente, que no atiende más que a sus expresas y siempre justificadas y perentorias necesidades, y que casi nunca está dispuesto a permitir que ningún intruso destruya la estabilidad material y anímica que lo mantiene en su lugar, a modo de muralla defensiva impenetrable.
Impermeable a cualquier intromisión que pudiera alterar su vida, este duro muro defiende un interior que no ignora una realidad externa que le acucia y le molesta, y que aunque no conoce en su totalidad, si sabe de su existencia, pues no impide que pueda conocerlo a través de los numerosos medios que posee para observarlo, algo que no le agrada, que le incomoda, pues le obliga a considerarlo, y eso es algo que trastorna su pacífica y cómoda existencia.
Una realidad que la tenemos delante día a día, posiblemente en nuestro entorno más próximo, que incluso se observa en esas frías calles de un duro invierno, recorriéndolas en esos horarios desacostumbrados e imtempestivos que la mayoría no solemos contemplar, en una visita que para muchos pasa sin que se altere su visión del mundo, pero que otros lo perciban de una manera traumática, a fuerza de aplicar los cinco sentidos a cuanto le rodea.
Una ciudad de tamaño medio, como casi todas, generalmente ruidosa, pero no por las gentes que la transitan como si de incógnito se movieran, sino por un inclemente y permanente tráfico que roba el espacio y la vida de las personas que se han visto relegadas a unas estrechas aceras, como si hubiesen sido expulsadas y relegadas a esos mínimos espacios.
Que cada vez son más pequeños y no siempre carentes de peligro, que nos recuerdan cada día, que las voraces y contaminantes máquinas, hace ya demasiado tiempo que se apropiaron de las urbes, desalojando a sus legítimos propietarios y relegándolos a un segundo plano, perdiendo desde entonces el protagonismo que por derecho corresponde a unos peatones que no se reconocen como tales en medio de la vorágine del tráfico.
En estas ciudades, descubriremos los días de diario un espectáculo a veces triste, a veces desolador, pero siempre sombrío, con gentes, generalmente pocas, que se mueven como si fuesen empujadas por algo o alguien que les infunde el ánimo necesario para avanzar, para dar un paso más, como si no fuesen capaces de hacerlo por sí mismas.
Gentes de toda condición, mujeres y jubilados en su mayoría, las unas con las bolsas de la compra en una mano y quizás un niño pequeño en la otra, quizás calculando si llegarán a final de mes, si se ha pasado en los mínimos gastos en la tienda del barrio, y los otros, con una mirada que parece siempre perdida, contemplando cualquier espectáculo por leve que sea que altere la monotonía de sus vidas.
Los parques apenas registran actividad, salvo algunas madres con sus hijos más pequeños en los columpios, si es que los hubiere, personas mayores sentados en los bancos de madera, charlando entre ellos, o mirando a un vacío infinito donde quízás habite la soledad más profunda.
La parte más amarga y cruel de la existencia, se aloja en esos grupos de indigentes y jóvenes enganchados al alcohol y la droga, que se reúnen en torno a unas mesas donde discuten y hablan, todos a la vez, acerca de sus mutiladas vidas, alejados del resto, en un rincón alejado del parque, como si de apestados se tratasen, en un acto de cruda y despiadada marginación, que ellos mismos se procuran, y donde ni siquiera se molestan en contemplar las miradas aviesas y precavidas de quienes por allí pasan.

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