Difícil y comprometido resulta
en este País ejercer una somera crítica acerca de determinadas costumbres
ancestrales, algunas de ellas sagradas, no en sentido figurado, sino en sentido
absolutamente estricto, como es el caso de la Semana Santa, ya que el
arriesgado e ingenuo, a la par que infeliz ciudadano que a ello se atreviere,
puede resultar maltrecho y vapuleado por semejante y descarado desliz.
Y es que razones nos asisten a
quienes no comulgamos con estas demostraciones que durante siete días al año, y
en todo el País, parecen gozar de una patente de corso para ocupar las calles,
en una aparente demostración de fervor religioso, muy lejos de una realidad
social que se mantiene al margen de una religiosidad, promovida por la iglesia
católica, que continúa injustificadamente sostenida por un Estado aconfesional
como el nuestro.
Conozco el caso de un conocido
escritor y articulista, que narraba en una de sus colaboraciones en un medio de
alcance nacional, cómo airadamente le recriminaron el hecho de intentar cruzar
a través de una procesión que ocupaba toda la calle dónde él tenía su vivienda,
cuando su intención no era otra que la de acceder al portal de su casa. Él, que
nunca se distinguió por su afición a estas demostraciones religioso-callejeras,
dedicó el susodicho artículo a dejar en no muy buen lugar a estos actos que se
adueñan de las calles de nuestras ciudades.
La España de charanga y
pandereta, devota de Frascuelo y de María, la España inferior que ora y embiste
cuando se digna usar la cabeza, la que todas las primaveras anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz, tal como la describía Machado, y que pese al tiempo ya
pasado, casi cien años desde que escribió estos atribulados versos, apenas nada
parece haber cambiado, ostentando una desafiante actitud combativa para ocupar
calles y plazas de todo un País, durante una semana de pasión, dolor y tétrica
y oscura demostración de arte religioso.
Es como si el tiempo se hubiera
detenido, como si no hubiera tenido tiempo de experimentar una transformación
necesaria en un País donde el carácter de las gentes y las ancestrales
costumbres se mantienen incólumes, como si hubiese sufrido un proceso de
paralización social y humano, que impidiera cualquier cambio, cualquier
manifestación dirigida hacia la modernidad en todos los órdenes.
Los turistas que nos visitan en
tan señalada semana, asisten perplejos y sumamente asombrados ante semejante demostración
de una aparente fervor religioso, con un continuo gesto de sorpresa y
extrañeza, que los divierte y asombra al mismo tiempo, que no entienden ni comprenden,
y que les da qué pensar, en cuanto a si este País pasa de la modernidad a la
más siniestra y atávica demostración ancestral.
No deseamos herir
sensibilidades que en estos casos parecen estar siempre a flor de piel a cargo
de tanta gente que ante estos hechos se muestras intransigentes y a la
defensiva, y que mantienen una actitud de una testaruda inflexibilidad, sin
conceder un ápice de espacio hacia los demás, desde su rígida actitud, hacia las
diferentes posturas de quienes no piensan como ellos, pero que ven como todos
los años la semana santa se apodera de las calles y de los medios de
comunicación, que retransmiten las procesiones.
No cabe duda de que el sector
turístico en general, y el de la hostelería y restauración en particular,
tienen grandes intereses en estas demostraciones religiosas. Con ellos y con la
iglesia hemos topado.
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