lunes, 17 de abril de 2017

PATENTE DE CORSO

Difícil y comprometido resulta en este País ejercer una somera crítica acerca de determinadas costumbres ancestrales, algunas de ellas sagradas, no en sentido figurado, sino en sentido absolutamente estricto, como es el caso de la Semana Santa, ya que el arriesgado e ingenuo, a la par que infeliz ciudadano que a ello se atreviere, puede resultar maltrecho y vapuleado por semejante y descarado desliz.
Y es que razones nos asisten a quienes no comulgamos con estas demostraciones que durante siete días al año, y en todo el País, parecen gozar de una patente de corso para ocupar las calles, en una aparente demostración de fervor religioso, muy lejos de una realidad social que se mantiene al margen de una religiosidad, promovida por la iglesia católica, que continúa injustificadamente sostenida por un Estado aconfesional como el nuestro.
Conozco el caso de un conocido escritor y articulista, que narraba en una de sus colaboraciones en un medio de alcance nacional, cómo airadamente le recriminaron el hecho de intentar cruzar a través de una procesión que ocupaba toda la calle dónde él tenía su vivienda, cuando su intención no era otra que la de acceder al portal de su casa. Él, que nunca se distinguió por su afición a estas demostraciones religioso-callejeras, dedicó el susodicho artículo a dejar en no muy buen lugar a estos actos que se adueñan de las calles de nuestras ciudades.
La España de charanga y pandereta, devota de Frascuelo y de María, la España inferior que ora y embiste cuando se digna usar la cabeza, la que todas las primaveras anda pidiendo escaleras para subir a la cruz, tal como la describía Machado, y que pese al tiempo ya pasado, casi cien años desde que escribió estos atribulados versos, apenas nada parece haber cambiado, ostentando una desafiante actitud combativa para ocupar calles y plazas de todo un País, durante una semana de pasión, dolor y tétrica y oscura demostración de arte religioso.
Es como si el tiempo se hubiera detenido, como si no hubiera tenido tiempo de experimentar una transformación necesaria en un País donde el carácter de las gentes y las ancestrales costumbres se mantienen incólumes, como si hubiese sufrido un proceso de paralización social y humano, que impidiera cualquier cambio, cualquier manifestación dirigida hacia la modernidad en todos los órdenes.
Los turistas que nos visitan en tan señalada semana, asisten perplejos y sumamente asombrados ante semejante demostración de una aparente fervor religioso, con un continuo gesto de sorpresa y extrañeza, que los divierte y asombra al mismo tiempo, que no entienden ni comprenden, y que les da qué pensar, en cuanto a si este País pasa de la modernidad a la más siniestra y atávica demostración ancestral.
No deseamos herir sensibilidades que en estos casos parecen estar siempre a flor de piel a cargo de tanta gente que ante estos hechos se muestras intransigentes y a la defensiva, y que mantienen una actitud de una testaruda inflexibilidad, sin conceder un ápice de espacio hacia los demás, desde su rígida actitud, hacia las diferentes posturas de quienes no piensan como ellos, pero que ven como todos los años la semana santa se apodera de las calles y de los medios de comunicación, que retransmiten las procesiones.
No cabe duda de que el sector turístico en general, y el de la hostelería y restauración en particular, tienen grandes intereses en estas demostraciones religiosas. Con ellos y con la iglesia hemos topado.

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