Recorro con lentos y sosegados
pasos, las calles y plazuelas del pueblecito donde nací, hace ya los años
suficientes como para mantener lejanos recuerdos en el tiempo, que ocupan un
amplio y querido espacio en una memoria que hace afluir a raudales lugares,
casas y personas, la mayoría de las cuales, ya no volveré a ver por mucho que a
sus puertas llame, en un afán de un imposible retorno a un pasado que se
muestra ajeno a mis añorados deseos de retomarlo.
Es un frío y desangelado día de
invierno. La sierra, cubierta de un ligero manto blanco, parece abarcarlo todo,
describiendo un arco de ciento ochenta grados a una distancia prudencial del
pueblo, como si así pareciera querer respetarlo, entre los cuales media un
espacio de campo cubierto por montes de encinas, robles y enebros, fincas de
cereales, tierras de labor, prados y praderas, plantíos y arboledas, caminos y
sendas, y algunos huertos y suaves colinas, que salpican el paisaje desde la falda de la
montaña hasta las inmediaciones del serrano y solitario pueblecito.
El río, leve y silencioso,
hasta el extremo de decidirse a serpentear alejado del pueblo, que como quien
dice, está a un paso, pero lo suficientemente lejano como para no dejarse oír,
en una ceremonia de una sutil y delicada intención de dejarse ver sin molestar,
sin alterar su curso, que en verano apenas es un tímido reguerillo y que en
invierno troca en caudaloso y sonoro verso de agua.
Un pueblo que como tantos, parece
verse abocado a una soledad, que afecta a innumerables zonas rurales de
diversas zonas de España, que ven cómo se despueblan, cobrando algunos cierta
vida en verano, como si fuera un espejismo, para decaer en invierno, cuando
parece desaparecer toda vida en unas calles desiertas, y donde solamente el
parsimonioso humo que surge de alguna chimenea, parece contradecir esta impresión,
que en cualquier caso nos habla de que aún unas pocas gentes allí habitan, al
amor de la lumbre.
La hermosa iglesia se yergue
solitaria en el punto más alto, como si se mostrase vigilante ante la llegada
de cualquier visitante que lo hiciera a través de las dos entradas de acceso,
como si quisiera ser la primera en celebrar su llegada, sabedora de su
privilegiada posición, no sólo geográfica, sino en calidad de edificio más
representativo y singular del pueblo.
Adosada al pequeño, cuidado y leve cementerio,
se muestra orgullosa de su bella y escultural torre en espadaña, poseedora de
centenaria campanas, que han celebrado las fiestas con algarabía, así como bodas
y bautizos, y que han despedido a innumerables vecinos con lúgubres sones,
cuando llegó su hora de partir, y que trataron de ahuyentar las temibles y
demoledoras granizadas que destrozan las cosechas, y que siguen llamando una
vez a la semana, a los pocos vecinos que asistir quieren a la misa dominical.
Produce honda tristeza, y una sensación
de hondo vacío contemplar este penoso despoblamiento, así como el desolador
espectáculo que ofrecen la mayoría de estos hermosos lugares abandonados a su
suerte, en medio del silencio que los habita. Un silencio y una paz, que los
ciudadanos de las ruidosas ciudades ansían, que tienen ahí, muchas veces a poca
distancia, pero que son incapaces de disfrutar, porque acaso ignoran que allí
pueden encontrar todo cuanto puedan necesitar, en un entorno idílico y natural.
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