miércoles, 3 de mayo de 2017

LAS ARMAS DE LA INFAMIA

Pocos temas resultan tan dolorosos y difíciles de tratar, como el de la nefasta, cruel y abyecta historia de la banda terrorista ETA, que durante cincuenta años asoló este País, sembrando el dolor, el sufrimiento y el más atroz y desesperado desconcierto en sus ciudadanos, que durante tantos años vivieron en vilo cada uno de sus días, pendientes de la actividad asesina de sus fanáticos miembros, que ahora dicen, cinco años después, que entregan las armas, seguramente ya obsoletas, caducadas la mayoría, lo que no supondría por lo tanto ninguna medida de claudicación y de asunción de una derrota, que de ninguna manera quieren aceptar.
Un anuncio que tiene más de maniobra publicitaria, de un deseo de dejar constancia del hecho de que siguen ahí, que no se han retirado a sus cavernas, que continúan en una lucha sin armas, de la que jamás han renegado, que de una auténtica y efectiva acción de un desarme humano que debería conducirles a pedir perdón a sus víctimas y a los familiares de los que segaron sus vidas, a la vez que de una vez por todas, se disolvieran definitivamente para cerrar un oscuro y patético capítulo de la historia, que nunca debió abrirse.
Pero fueron sus víctimas, más de ochocientas, y sus familias, quienes han soportado un martirio de gigantescas proporciones durante la mayor parte de esos espantosos años de plomo, en los que sufrieron el escarnio más odioso de cuantos apoyaron a los asesinos, siendo continuamente humillados y vilipendiados, en medio del odio y la incomprensión, justificando y apoyando a los verdugos, en un acto de incomprensible e inadmisible falta de humanidad y de una mínima y elemental compasión, desconocida para ellos y sus ofuscados y siniestros corazones, ciegos de odio y de un fanatismo que ha dejado un inmenso rastro de dolor y sufrimiento.
Hace muchos años, cuando no había semana en la que no nos despertásemos sin un sangriento atentado, que para sembrar más confusión, frustración y desazón en los ciudadanos, llevaban a cabo los lunes, cuando la gente retornaba al trabajo, cuando más podían hacer extensivo el dolor y el miedo, recuerdo haber leído las declaraciones de un etarra que se manifestaba en el sentido de que no contemplaba la posibilidad de perder la lucha armada, que no concebía la posibilidad de no ganar esa guerra, de no conseguir su último fin, su único objetivo, que no era otro que el de la independencia de Euskal Herría.
Y ahora, cuando hace cinco años que dejaron de matar, cuando anuncian la entrega de las armas, que no su disolución, cuando el País Vasco vive en paz, cuando la tensión ha disminuido los suficientes enteros como  para que ya no suponga el problema que llegó a atenazar la vida de todo un País, cuando la normalización ha llegado al punto de que ya casi nadie habla del tema, los presos de la banda que aún quedan en las cárceles, se acogen cada vez en mayor número a una solución individual para acercarlos a sus lugares de origen, reducir sus penas o conseguir la libertad, alejándose de las consignas de la ETA que aún sigue vigente y que les obligaba a cumplir la condena completa.
Nada han conseguido después de tan estúpido y cruel suplicio. Han perdido la inútil y cruenta guerra. Han destrozado las vidas de cientos de personas, de sus familiares, e incluso las suyas. Pero son pocos, muy pocos los que han pedido perdón, los que han reconocido el daño causado. La mayoría sigue pensando que la lucha armada mereció la pena. Vileza, infamia y desprecio por la vida, es lo que destilan tan ofuscadas mentes.

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