Pocos temas resultan tan
dolorosos y difíciles de tratar, como el de la nefasta, cruel y abyecta
historia de la banda terrorista ETA, que durante cincuenta años asoló este
País, sembrando el dolor, el sufrimiento y el más atroz y desesperado
desconcierto en sus ciudadanos, que durante tantos años vivieron en vilo cada
uno de sus días, pendientes de la actividad asesina de sus fanáticos miembros,
que ahora dicen, cinco años después, que entregan las armas, seguramente ya
obsoletas, caducadas la mayoría, lo que no supondría por lo tanto ninguna
medida de claudicación y de asunción de una derrota, que de ninguna manera
quieren aceptar.
Un anuncio que tiene más de
maniobra publicitaria, de un deseo de dejar constancia del hecho de que siguen
ahí, que no se han retirado a sus cavernas, que continúan en una lucha sin
armas, de la que jamás han renegado, que de una auténtica y efectiva acción de
un desarme humano que debería conducirles a pedir perdón a sus víctimas y a los
familiares de los que segaron sus vidas, a la vez que de una vez por todas, se
disolvieran definitivamente para cerrar un oscuro y patético capítulo de la
historia, que nunca debió abrirse.
Pero fueron sus víctimas, más de
ochocientas, y sus familias, quienes han soportado un martirio de gigantescas
proporciones durante la mayor parte de esos espantosos años de plomo, en los
que sufrieron el escarnio más odioso de cuantos apoyaron a los asesinos, siendo
continuamente humillados y vilipendiados, en medio del odio y la incomprensión,
justificando y apoyando a los verdugos, en un acto de incomprensible e
inadmisible falta de humanidad y de una mínima y elemental compasión,
desconocida para ellos y sus ofuscados y siniestros corazones, ciegos de odio y
de un fanatismo que ha dejado un inmenso rastro de dolor y sufrimiento.
Hace muchos años, cuando no
había semana en la que no nos despertásemos sin un sangriento atentado, que
para sembrar más confusión, frustración y desazón en los ciudadanos, llevaban a
cabo los lunes, cuando la gente retornaba al trabajo, cuando más podían hacer
extensivo el dolor y el miedo, recuerdo haber leído las declaraciones de un
etarra que se manifestaba en el sentido de que no contemplaba la posibilidad de
perder la lucha armada, que no concebía la posibilidad de no ganar esa guerra,
de no conseguir su último fin, su único objetivo, que no era otro que el de la
independencia de Euskal Herría.
Y ahora, cuando hace cinco años
que dejaron de matar, cuando anuncian la entrega de las armas, que no su
disolución, cuando el País Vasco vive en paz, cuando la tensión ha disminuido
los suficientes enteros como para que ya
no suponga el problema que llegó a atenazar la vida de todo un País, cuando la
normalización ha llegado al punto de que ya casi nadie habla del tema, los
presos de la banda que aún quedan en las cárceles, se acogen cada vez en mayor
número a una solución individual para acercarlos a sus lugares de origen,
reducir sus penas o conseguir la libertad, alejándose de las consignas de la
ETA que aún sigue vigente y que les obligaba a cumplir la condena completa.
Nada han conseguido después de
tan estúpido y cruel suplicio. Han perdido la inútil y cruenta guerra. Han
destrozado las vidas de cientos de personas, de sus familiares, e incluso las
suyas. Pero son pocos, muy pocos los que han pedido perdón, los que han
reconocido el daño causado. La mayoría sigue pensando que la lucha armada mereció
la pena. Vileza, infamia y desprecio por la vida, es lo que destilan tan
ofuscadas mentes.
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