Con
la perspectiva del tiempo pasado tiendes a volver la vista atrás, añorando
aquellos gratos tiempos, recordando cuanto de felices tuvieron, pues es de
todos sabido que el cerebro tiende a recordar tanto más, cuanto más
satisfactorio y agradable alberga del inmenso bagaje de vida que ha ido
acumulando.
Es
entonces cuando descubres lo afortunado que fuiste en aquellos tiempos en los
que tuviste la inmensa suerte de vivir durante unos años en un lugar
privilegiado, de cuya magia no eras consciente, que no valorabas en su debida
medida, rodeado de delicados y bellos tesoros en forma de espléndido y hermoso
arte, que sin tú apreciarlo, regalaban tus ojos cada día, que tocabas con tus
manos y que recorrías con tu vista una y otra vez, en un envidiable acto de un
inconsciente disfrute, que ahora revives con delectación.
Estudiaba
entonces en Segovia, hermosa y majestuosa ciudad que siempre tengo presente en
mis mejores y agradables recuerdos. Tuve la suerte de vivir durante unos años
en una deliciosa pensión, regentada por una bondadosa y amable señora,
Fuencisla, exquisita en el trato y cuidado de sus pupilos, todos jóvenes estudiantes.
“En paz y en gracia de Dios”, nos decía invariablemente, cuando le abonábamos
el importe del mes, mientras exhibía una sutil y agradecida sonrisa. Poseía una
increíble biblioteca que ocupaba toda una habitación, siempre cerrada, herencia
de un sacerdote al que asistió toda su vida.
El
enclave de la misma, que hoy no paro de descubrir con grata sorpresa, se hallaba
en la plaza Díaz Sanz, donde también se encontraba el antiguo instituto, dónde
enseñó Antonio Machado y estudió María Zambrano. La ubicación de la pensión gozaba
de tan privilegiada situación, que bastaba salir al balcón de mi habitación, para
disfrutar de una hermosa vista del Acueducto y disfrutar de una visión, que aún
hoy, después de tantos años, y de incontables visitas a esta incomparable
ciudad, me sigue sobrecogiendo como el primer día que lo contemplé, cuando aún
el tráfico discurría bajo sus milenarios arcos.
Casi
podía tocarlo con las manos. Apenas unas decenas de metros me separaban de él,
de sus gráciles, soberbios y serenos sillares, que conforman sus esbeltos arcos
de noble y granítica piedra. Un privilegio que hoy me parece un inmenso regalo,
una suerte, un honor y una auténtica prerrogativa que entonces era incapaz de valorar
y que hoy disfruto cada vez que lo recuerdo, cada momento que lo recreo, y
sobre todo, cada vez que, embelesado y profundamente admirado, los contemplo
cuando tengo la suerte de retornar a Segovia.
Hoy
esta bellísima joya, ciudad eterna, universal e inolvidable para quien tiene el
gozo de recorrerla, que nunca me cansaré de elogiar, de pasado celtíbero, romano,
visigodo, árabe, y castellano, es reconocida y visitada por ciudadanos de todo
el mundo, que se enamoran de una ciudad
que les ofrece la belleza de su inmenso patrimonio y el placer de una exquisita
gastronomía que satisface el paladar más exigente.
Toda
Segovia es un hermosísimo canto a la pasión por el disfrute de lo bello, con El
Acueducto, como estandarte, - izado por el diablo en una noche, según la
leyenda que afirma que este malvado personaje llegó a un acuerdo con una criada
que tenía que bajar a por agua todos los días, a cambio de su inmortal alma - compartiendo
este privilegio, con la hermosísima catedral, el Alcázar y sus numerosas
iglesias, conventos, palacios, barrios, calles y monasterios y tantos otros
monumentos que conforman un patrimonio histórico y cultural de primerísimo
nivel, que tenemos la suerte de disfrutar, y la obligación insoslayable de cuidar
y respetar, agradecidos por lo que las
culturas y generaciones pasadas nos trasmitieron.
Tal
es mi admiración por El Acueducto, por esta colosal y mágica demostración del
ingenio humano, que no puedo evitar un sentimiento de zozobra, de
intranquilidad, temor e incertidumbre, ante la mínima sospecha de que un día
pueda sufrir algún daño en su estructura, de que sólo una de sus arcadas pueda
llegar a ceder, de que algún desplome pueda afectar a esta obra tan universal y
excepcional, tan impar y notable, a causa de los estragos del tiempo que no
perdona ni siquiera a estos mensajeros del pasado, que han contemplado durante
dos milenios, incontables personajes, y ha sido testigo de sucesos y
acontecimientos históricos de todo orden y signo.
Lo contemplo
tan sólo, tan indefenso, tan frágil en su prodigiosa verticalidad, que lo
imagino a veces ceñido por unos delicados y esbeltos arbotantes, remedo de los que
abrazan las paredes exteriores de las naves de la bellísima catedral, y
protegido por una cubierta transparente, cristalina, que lo mantuviera intacto
durante otros dos mil años, a salvo de las inclemencias meteorológicas y de
otros perversos agentes que día a día se empeñan en dañar tan magistral obra.
Y lo haría con todo esta preciosa ciudad, en un afán de protegerla, perpetuarla en el tiempo, y convertirla en eterna. Es una ilusión, una absurda e ingenua frivolidad, pero para mí, es una necesidad, un sueño recurrente, es amor dedicado e inquieto hacia una obra única de la hermosa, irrepetible y universal ciudad de Segovia, a la que desde estas líneas, y para siempre, rindo un emocionado homenaje.
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