sábado, 26 de mayo de 2007

La civilización del ocio

Comenzaban los años setenta, cuando a unos aprendices de Nostradamus se les ocurrió la genial idea de formular una teoría, muy extendida por aquellos tiempos, según la cual las generaciones que vivieran en el año dos mil disfrutarían de lo que ellos denominaban La Civilización del Ocio. los aprendices de profetas, se lucieron.
Los susodichos adivinos, presagiaron con indudable agudeza de mente y clara visión de futuro, que las generaciones que vivieran en el años dos mil, gozarían de tanto tiempo libre que no sabrían como disponer de él sin aburrirse. Vamos, que su gran preocupación, no sería como pagar la hipoteca, llegar a fin de mes o tener un buen trabajo, sino encontrar la manera de no aburrirse con tanto ocio del que iban a disponer. Angelitos ellos.
Y es que daban por hecho que para entonces, por ahora, las máquinas llevarían a cabo la mayor parte del trabajo sustituyendo con ello a los humanos y liberándolos por tanto de esa pesada carga, por lo que se dedicarían, fundamentalmente, además de mirarse el ombligo, a planear como ocupar su amplio y venturoso tiempo libre.
Continuando con los presagios, por entonces muy frecuentes acerca del mítico año, se adelantaban estos nefastos visionarios al futuro que nos regalaría la época en que vivimos y relataban y no paraban, entusiasmados ellos, sobre como serían las ciudades por entonces – repito, por ahora – y les aseguro que aún no he visto ninguna película actual por muy futurista y retorcida que sea, que derroche tanta imaginación.
Los coches volarían, efectivamente lo hacen, pero siguen a ras del suelo, las ciudades se describían como un mar de inmensos rascacielos entre los cuales los bólidos voladores se desenvolverían sin atascos ni ruidos ni contaminación alguna. No dieron ni una.
Qué ironía. La susodicha civilización del ocio, así como las demás previsiones que se hicieron entonces, brillan hoy por su ausencia y dadas las circunstancia, más bien se han invertido los términos, hasta el extremo que parece que nos dirigimos hacia la civilización “sin ocio”, siempre corriendo, permanentemente ocupados y estresados para, en definitiva, llegar a ninguna parte. Díganselo a los jóvenes que, trabajando los dos, deciden embarcarse en una hipoteca de cincuenta años que acabarán pagando sus nietos. En aquellos tiempos, la pagábamos en quince años y con menos apuros que ahora.
Qué tiempos aquellos, en que hasta nos permitíamos un mes de vacaciones en la playa, y nos matábamos a copas a todas las horas y hasta llegábamos a fin de mes sin grandes problemas. Hoy, quince días y con apuros, para volver más estresados de lo que fuimos y pensando en el próximo atraco que nos va a dar el banco cuando vayamos a solicitar el oportuno crédito.
No es que cualquier tiempo pasado fue mejor, o sí, pero de todas formas, no acabo de entender esta vida de locos. Lo que está claro es que envidio cada vez más a esas civilizaciones que viven con lo justo, apartados del mundanal ruido y sin desear más de lo que poseen. La próxima entrega, desde el convento.