viernes, 8 de enero de 2010

AÑORADOS INVIERNOS BLANCOS

Retrocedo en el tiempo y regreso poco a poco a mi infancia, allí donde todos habitamos un espacio inolvidable al que tanto más deseamos regresar, cuanto más nos alejamos de ese tiempo de inocencia inconsciente, de felicidad duradera y de una locura permanente y permitida, durante la cual derrochamos a raudales nuestras capacidades infantiles que nos permitieron grabar en nuestras abiertas y prodigiosas mentes las maravillosas vivencias de una época irrepetible.
De una deliciosamente irresponsable fase de nuestra vida, pasamos a una adolescencia difícil, perversa y complicada que nos conduce casi sin transición alguna a la impetuosa y vehemente juventud que nos dejará en manos de una madurez que nos aleja definitivamente del pasado y nos acerca a una velocidad vertiginosa hacia la última y definitiva etapa, donde acaba el camino.
Mis recuerdos me llevan a aquellos hermosos campos de Castilla que recuerdo casi siempre nevados, cubiertos de un inmaculado manto blanco que se extendía hasta donde mis tiernos ojos de niño lograban alcanzar; hasta el horizonte en el llano a través de los campos y los prados cubiertos de álamos; hasta la sierra siempre blanca, erguida, orgullosa, siempre presente, hasta los cercanos montes de robles y encinas y el apacible y susurrante río que bañaba la pradera partiéndola en dos; a un lado el monte cubierto de encinas y al otro, el blanco y leve pueblecito donde nací y disfruté mis primeros años.
El invierno llena casi todos mis recuerdos de infancia, el resto casi no existía, era una mera transición hacia el esperado y deseado invierno. Desde noviembre hasta marzo, el paisaje se tornaba blanco, las eras, las calles, el río helado que atravesábamos a pie patinando, todo. Los tejados de las casas se adornaban de unas perennes estalactitas de hielo que apuntaban hacia el suelo y que los pequeños derribábamos de vez en cuando con el objeto de chuparlos con fruición, con auténtico deleite a modo de helados de agua.
Recorríamos las calles con los pies hundidos en la nieve, jugueteábamos con ella y nos enfrentábamos en heladas y blancas batallas que siempre terminaban en risas, donde nunca había heridos ni nadie conquistaba territorios ni se humillaba al enemigo. El frío no existía, no sentíamos el helado aire en nuestras caras. Éramos inmensamente felices porque el invierno había llegado. Adorábamos la llegada de la nieve.
En la pequeña, añorada y apacible escuela, donde aprendí a leer, a escribir, a contar, donde empecé a descubrir el mundo en la Enciclopedia, compendio de todo el saber de entonces, donde aprendí a estimar y a respetar a esa figura tan entrañable que era el maestro, vivíamos los recreos en medio de un jolgorio colectivo arrastrando una piedra por la nieve desde la parte alta de las eras, de tal modo que, cuando llegábamos al final, se había convertido en una enorme y gigantesca bola de nieve que tardaría varios días en derretirse convertida en un blanco y helado muñeco de nieve.
Recuerdo el coche de línea, La Rápida, que hacía el trayecto desde Sepúlveda hasta Segovia pasando por todos los pueblecitos recogiendo a la gente, con la descarnada carretera cubierta de nieve o helada. No faltaba nunca y si iba a Madrid, al comenzar el puerto de Navacerrada, el conductor auxiliado por los pasajeros, ponía las cadenas con la mayor naturalidad del mundo, cada día, como algo habitual, era invierno, era natural. Así subía y bajaba el puerto, kilómetros y kilómetros, despacito, sin prisas, bien abrigados, calentitos, disfrutando del maravilloso paisaje que desfilaba ante nuestros ojos. Hoy, caen cuatro copos de nieve, bajan las temperaturas de cero grados y es motivo de emergencia nacional, de bloqueos en las ciudades, en las carreteras en los ciudadanos que se asombran ante semejante nevada que ha durado unas cuantas horas.
Sigo disfrutando de los pocos días de auténtico invierno y de la fugaz visita de la nieve que algún año se dejan caer por la ciudad. Mi madre, hasta poco tiempo antes de irse, me llamaba desde el pueblo siempre que nevaba: hijo, no veas que nevada ha caído, cómo te gustaría ver todo el campo blanco.
Mi querida y añorada madre, se fue un día de diciembre, un día de crudo y hermoso invierno en el preciso momento en que empezaba a nevar: mira madre, está nevando, le dije al oído. Mi querido padre decidió irse un frío día de enero. Siempre el invierno presente en nuestras vidas. Los dos reposan en el pequeño cementerio del pueblecito donde nacieron, donde nací yo, en el mes de marzo, en invierno.

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