miércoles, 27 de enero de 2010

VOLVER A SANTIAGO DE COMPOSTELA

No es fácil que el tiempo, la lejanía, la separación física en suma, borre los recuerdos con su telón de ausencias y añoranzas que impone cuando se cierra detrás de nosotros al volver a nuestro lugar de origen, después de llenar los ojos y el corazón de esos lugares, caminos, ciudades y paisajes que nos enamoran con sus aromas, sus colores, sus silencios y sus rincones. Nos dejan una huella indeleble en la retina, que nos llenan de una dulce nostalgia que nos obliga a volver la vista atrás a la hora de partir, para decirle el último adiós, y comprometernos con un rotundo y sincero deseo de volver.
Existen lugares que nos atrapan profundamente, que nos marcan para siempre con ese misterioso encanto que no puede traducirse en palabras, al que ansiamos regresar cada vez que nuestra mente, por su cuenta, decide viajar, evadiéndose de la tediosa rutina diaria que nos esclaviza y nos ata a una realidad de la que somos prisioneros, indefensos ante ella e incapaces de romper las ligaduras que sus invisibles rejas tejen a nuestro alrededor.
Tanto más las añoramos cuanto más lejanos se encuentran. La lejanía supone una carga emocional que nos pesa hondamente, y que intensifica el recuerdo, el deseo de volver. La proximidad lo suaviza todo, lo relativiza, nos llena de una leve ausencia que nos alegra el corazón ante la inmediatez de su presencia que nos hace mantener la esperanza de su visión inmediata, de que la distancia no es un obstáculo ni el tiempo supone una barrera que pongan límites a nuestros deseos de volver, de regresar otra vez.
Volver a Santiago de Compostela es una constante para el viajero. Siempre se vuelve otra vez, seas peregrino o no. No es una cuestión de fe, sino de un magnetismo tan especial que logra atraernos hacia esa ciudad universal donde convergen ciudadanos de todo el mundo movidos por un sentimiento que necesariamente no es de índole religiosa, como Lourdes o Fátima, sino más bien cultural, histórico, tradicional, con ese carácter indeleble y mágico que dan los siglos a un evento que ha logrado a través del tiempo reunir a ciudadanos de todo el mundo en la plaza del Obradoiro, a los pies del bellísimo Pórtico de la Gloria de la hermosa catedral que nos legó el Maestro Mateo.
Desde Nájera, pasando por Santo Domingo de la Calzada, hasta Burgos, he contemplado la figura de los peregrinos recorriendo el Camino de Santiago, en grupos pequeños, grandes, solitarios, a pie unos, en bicicleta otros, siguiendo una senda perfectamente clara y definida, atravesando campos, bosques, ciudades y pueblos, reposando aquí o allá, durmiendo en sus albergues, compartiendo sus enseres y pertenencias con gentes de otras culturas, de otras nacionalidades con otras lenguas y costumbres, pero todos con el mismo destino y la misma ilusión, llegar, divisar el Monte do Gozo y entrar en Santiago, meta y destino que marca el final del Camino.
En cuanto acabe estas líneas parto para Santiago una vez más. No lo hago como un peregrino, no recorro el Camino. Apenas tardaré una cuantas horas, no las semanas que emplean quienes lo recorren a pie. Pero no por ello dejo de sentirme como si lo fuera. A mi regreso continuaré con este relato. Mientras tanto contaré las horas que me quedan para el nuevo encuentro con Santiago de Compostela.
Salgo de madrugada al encuentro de Santiago. Unos indicadores con la imagen de la concha peregrina, nos recuerdan que pasamos por lugares que forman parte del camino denominado Sanabrés, pasando entre otros por Medina del Campo, Tordesillas, Rueda, Benavente, Puebla de Sanabria, Ourense, hasta llegar a nuestro destino.
Entramos por fin en Santiago. Desde lejos se divisan las torres de la catedral que no nos cansaremos de visitar. Entramos en la plaza del Obradoiro a través de una de las hermosas calles del casco antiguo, todas ellas cargadas de historia y lo hacemos desde el monumento a San Francisco de Asís, frente a la iglesia del mismo nombre, precioso ejemplo de una hermosa mezcla del gótico, neoclásico y barroco.
Entramos en la plaza y ascendemos por la escalinata de la fachada principal para, extasiados, contemplar la mayor de las maravillas existentes del románico, obra cumbre de este estilo arquitectónico de toda la edad media: el pórtico de la gloria.
Entrar en la catedral, extasiarse con la belleza de sus tres naves, bajar a la cripta donde se encuentra el sepulcro de Santiago y, por fin, encontrarse con él y, como manda la tradición abrazar al apóstol, rito que siguen cuantos peregrinos entran a través de cualquiera de las cuatro imponentes y bellísimas fachadas que integran este templo universal y que después de salir por la puerta santa, recorremos una a una, maravillados y agradecidos a los maestros artesanos que con su maestría, paciencia y talento crearon tanta belleza para disfrute de las generaciones venideras.
Volvemos a visitar la catedral en cuanto tenemos ocasión, Santiago es pequeño y hermoso y las distancias no existen. El casco antiguo alrededor del templo te atrapa con sus edificios de nobles piedras que te trasladan a épocas pasadas en las que el tiempo se ralentizaba, el arte se valoraba por encima de todo y la belleza se amaba profundamente.Tenemos que regresar a nuestro lugar de origen, pero nunca lo haremos del todo. Una parte de nosotros permanecerá para siempre allí, en Santiago de Compostela.

No hay comentarios: