jueves, 4 de febrero de 2010

DE CURAS Y MONAGUILLOS

En mis añorados años de la infancia disfrutados en un pequeño pueblecito de la sierra de Segovia, todos los chicos – las chicas nunca han sido monaguillas – sin exclusión alguna éramos seleccionados a dedo y sin excepción por el cura párroco para desempeñar tan singular oficio, es decir, llevar a cabo las arduas, fieles y variadas tareas de ayudante del sacerdote, que, como verán, no se reducían simplemente a, como se decía entonces, ayudar a misa.
Era una labor no siempre retribuida, aunque dependiendo del Sr. Cura, como respetuosamente le decíamos, teníamos un sueldo que en algunos casos llegaba a la vertiginosa y abultada cifra que en aquellos tiempos suponía una peseta, que cobrábamos puntual y religiosamente los dos monaguillos – dos pesetas si sólo ayudaba uno – y no a la semana ni al mes, sino cada día al terminar nuestro trabajo después de la misa.
Con aquel sueldo fijo, con siete u ocho añitos y con el resto del día libre para buscarme algún otro trabajillo, conseguí, con el tiempo, comprarme mi primer reloj de pulsera y acumular unos ahorrillos que me daban para los onerosos gastos que ocasionaban las fiestas del pueblo y los fines de semana que unidos a la paga de mis padres, me colocaba en una situación económica como jamás he vuelto a disfrutar.
Éramos unos privilegiados, que, sin embargo, abusando de nuestra condición, nos bebíamos de vez en cuando las vinajeras – sin consagrar, por supuesto, eso nos aterraba – lo cual suponía, cuando éramos descubiertos, un severo castigo por parte del cura – entonces nadie le llamaba sacerdote – que iba desde un par de sonoras bofetadas, a la pérdida de la asignación semanal, que, sin duda, nos dolía bastante más.
Nuestras funciones no consistían exclusivamente en la sencilla, cómoda y rutinaria tarea de ayudar a misa – aprendí un montón de latín que no obstante de poco me sirvió en el bachiller, pero que aún recuerdo – sino que debíamos asistir al rosario cada tarde – nunca entendí todo aquello de los misterios gozosos y dolorosos que nos llevaban media hora de rezos diarios – debíamos también tocar a misa, eran tres toques de campanas, y si nos olvidábamos de alguno de ellos, la reprimenda estaba asegurada.
Sin lugar a dudas, la función más singular por su naturaleza, era la de acompañar al cura en los entierros así como darle a los enfermos graves la extremaunción y los santos óleos. La comitiva formada por todos los vecinos del pueblo, con el cura y los monaguillos al frente, iba a la casa del finado, el cual se encontraba postrado en el ataúd, por supuesto descubierto; el celebrante rezaba unas oraciones, le rociaba con el hisopo y nos lo llevábamos a la iglesia, y por fin al cementerio, pequeñito y acogedor – permítaseme semejante licencia – anexo a la iglesia, y unido a ella por el extremo del campanario, donde las campanas entonaban un profundo lamento que, ahora que vienen a mí tantos recuerdos, reflejaban a la perfección el dolor de aquellos momentos con su lento y triste tañido.
Inenarrables eran las rogativas, en las que la comitiva formada por el cura, los monaguillos y todo el vecindario, recorríamos los caminos alrededor del pueblo, mientras regaba los campos, y de paso a los que más cerca nos encontrábamos, con el agua bendita del hisopo y pronunciaba unos rezos repetitivos que siempre los acompañantes terminábamos con el “ora pro nobis” unas veces y otras “orate pro nobis”. Todo ello se llevaba a cabo con el objeto de lograr buenas cosechas y alejar a los nublados y el pedrisco que de vez en cuanto destrozaban los cereales de todo un año, lo cual suponía un desastre absoluto para lo esforzados labradores.
Por entonces los susodichos pedriscos eran frecuentes y el desarrollo de las tormentas francamente espectaculares y siempre aterradoras. Los mozos y monaguillos subían entonces al hermoso campanario de espadaña de la iglesia – Duruelo es el nombre de mi pueblo - , y volteaban todas las campanas luchando con la feroz tormenta. El espectáculo era realmente dantesco: el cielo de un amenazante y plomizo color oscuro, se resolvía de improviso en una serie de espeluznantes truenos y relámpagos acompañados de un granizo de increíbles dimensiones, todo con el objeto de detener a los elementos que, no obstante, casi nunca lográbamos ahuyentar.
En Las fiestas de mayo y septiembre, acontecimientos por aquel entonces que lograban reunir a todos los pueblos de los alrededores, la misa mayor, de gala, con varios sacerdotes, y la procesión alrededor del pueblo con los pendones y estandartes y la imagen de la virgen en andas, era todo un espectáculo celebrado por todos. La chiquillería disfrutábamos de los puestos de caramelos con los primeros chicles – gallina blanca- las enormes garrotas de caramelo, los fósforos y los primeros cigarrillos – todas las fiestas nos fumábamos una cajetilla entera de celtas cortos, hasta que la terminábamos, sin parar, en un cobertizo que hicimos entre las zarzas en el huerto de mis padres- . No se lo creerán, pero si no teníamos cigarrillos, liábamos unos enormes cigarros con la estopa de las estepas. Ahora pienso que aquello podía ser alucinógeno teniendo el cuenta el mareo que nos ocasionaba.
Con el tiempo, nos trasladamos a un pueblo también segoviano llamado Muñoveros, adonde destinaron a mi padre, secretario de ayuntamiento. El sacerdote, se llamaba D. Basilio, una buena persona, pero con un imponente mal genio. Cuando llegué, como no, me reclutó de inmediato para el noble trabajo de ayudante. Yo, acostumbrado a cobrar por el desempeño del oficio, le pregunté cuales eran mis honorarios; respondióme que semejante labor era oficio de ángeles, por lo que me podía despedir del sueldo. Les juro que no acepté las condiciones y, por supuesto, ahí acabó mi oficio de monaguillo. Tenía, a la sazón, doce años.
El inefable D. Basilio tenía la costumbre de interrumpir la misa de vez en cuando para llamar la atención de los feligreses que, a veces, organizaban jaleo al fondo, o se dedicaba a pegarle una patada al reclinatorio cuando su propietaria no había dejado alguna monedilla. Como tenía por costumbre cerrar las puertas de la iglesia pasados cinco minutos del comienzo de la misa, recuerdo que en una ocasión, el día uno, es decir el día de año nuevo, yo, el alcalde y algún vecino más nos quedamos sin poder entrar en misa, por lo que decidimos irnos al bar a rezar nuestras peculiares oraciones.
En mis años de servicio como monaguillo, tuve diversos y muy variados patronos. No puedo hablar bien de todos ellos. Para que se hagan idea, uno de ellos recibió una monumental bronca de su padre que todos oímos y contemplamos al salir de misa, porque en el sermón, un día festivo, al ver la iglesia casi vacía - era pleno verano cuando la sufrida gente estaba segando a mano en el campo - pronunció unas terribles palabras que nunca se me olvidarán: “ojalá caiga un pedrisco que destroce todas las cosechas”. Este cura, nos obligaba a confesar, día sí, día no, a toda la chiquillería, haciéndonos unas preguntas que no voy a citar aquí, pero que les causarían sonrojo. Estuvo de maestro sustituto un par de semanas en la escuela. El maltrato a los alumnos, palizas y castigos incluidos llegó a tal nivel, que nuestros padres decidieron que no volviésemos hasta que regresara el maestro. Por el contrario mantengo un agradable recuerdo de otros dos párrocos, buenas personas, integradas en el pueblo y entregadas al servicio de sus gentes.
Me veo y no me reconozco cuando pienso que desde muy joven he sido y soy un agnóstico sin remisión, un crítico impenitente de la iglesia, y que sin embargo he de admitir que mis primeros pasos laborales – espero que los años de servicios prestados, me sirvan para el cálculo de la antigüedad, ahora que las pensiones están en precario - los anduve en una institución con dos mil años de historia y que no despierta precisamente mis simpatías, salvo cuando visito las espléndidas y majestuosas catedrales, las hermosas abadías, las bellísimas iglesias, ermitas, colegiatas y esos lugares de paz y sosiego que desprenden los conventos y monasterios que salpican la geografía de este País.
Son historias que forman parte de mi infancia, una hermosa e irrepetible etapa de la vida que siempre añoraremos. Dicen que en la vejez se retorna a ella. Lo dudo, pero merecería la pena volver a disfrutar de la magia de aquellos maravillosos años.

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