lunes, 8 de febrero de 2010

LA MIRADA QUE NOS ACUSA

Con frecuencia me persigue la mirada de la niña colombiana Omayra, de trece años, atrapada en el barro, con su cuerpo hundido hasta el cuello y aferrada a unos troncos tratando de sobrevivir. Estuvo tres días atrapada en el charco, tiritando de frío, mientras decía que la sacaran, que no quería llegar tarde al colegio. Con unos ojos oscuros, a punto de apagarse, parece preguntarse por qué la abandonamos a su suerte. No la rescataron, dijeron, porque no pudieran hacer nada, pero no puede entenderse cómo podemos poner los pies en la luna, construir inmensos edificios en cuestión de meses, salvar a enormes ballenas varadas en la playa o tantos ejemplos que podríamos poner aquí y dejar morir de inanición a una pobre niña enterrada en el barro.
He vuelto a ver esa mirada en una revista con motivo de la tragedia que está sufriendo Haití. Confieso que, al principio, no he podido sostenerla, me ha costado mantener la mirada, me causaba tanto horror, tanta espanto, tanta angustia, tanta culpa, que no he podido evitar volver los ojos hacia otro lado. Nos acusa a todos, representa el dolor, la miseria y el sufrimiento que sufre medio mundo a causa del abandono y la dejadez de la otra mitad que prefiere volver la vista ante tanta tragedia.
Me vienen a la mente otras imágenes terriblemente espeluznantes, como la de la niña que huye desnuda, aterrorizada, por una carretera de Vietnam, con su cuerpo quemado por el napalm del ejército americano, la de la horrible, escalofriante y vergonzosa imagen del niño de un desventurado país africano, tremendamente desnutrido, con los buitres merodeando a su alrededor, como tantas y tantas que podríamos ver cada día si nos mostrasen la miseria que ese medio mundo vive.
Pero preferimos no verlas, obviarlas, olvidarlas, rechazarlas, pensar que no existen, que no somos culpables, que no va con nosotros. Es la historia de siempre, es irremediable, el mundo es así, nada podemos hacer. Pero sí podemos, claro que podemos si dejamos de lado nuestro ominoso egoísmo, el estúpido, voraz y desenfrenado consumismo que nos esclaviza sin que apenas nos demos cuenta.
No creo en castigos divinos ni en zarandajas por el estilo. La naturaleza es cruel y se ensaña con los más pobres, los más miserables pero no por ninguna maldición sobrenatural, sino porque la miseria ocasiona, necesariamente, más miseria al poseer menos medios, menos infraestructuras, menores posibilidades económicas para prevenir estas catástrofes. El mundo desarrollado podría poner remedio en gran parte a todo esto, pero está demasiado ocupado en no perder ni un ápice de su alto nivel de vida.
Abomino de la superabundancia que nos rodea en Occidente, donde el afán de poseer más, de vivir mejor, es la única motivación que nos mueve, y donde el poder de ostentación es un valor en sí mismo. Aborrezco las inmensas superficies llenas hasta la extenuación de todo tipo de artículos de consumo, los inmensos e inmorales supermercados abarrotados de alimentos, mientras los compulsivos consumidores nos movemos como hormiguitas con los carros llenos a rebosar.
Son auténticos templos de la superabundancia, y la estupidez, donde nos movemos con una especie de locura colectiva por consumir más y más, mientras que en los pocos ratos de ocio que nos deja la febril actividad a que nos obliga la trepidante vida diaria, nos quejamos de lo mal que andamos, de la crisis que nos azota, de la perra vida que vivimos.
Este lamento, no es más de lo mismo. No podemos renunciar a la permanente denuncia de esta pavoroso situación. El día que dejemos de hacerlo, habremos renunciado definitivamente a nuestra condición de seres humanos.

No hay comentarios: