viernes, 5 de febrero de 2010

TODOS A REZAR

Con el País echo unos zorros, con un paro galopante, que, afortunadamente, y según nos aseguran, pronto tocará techo, es decir, que solamente llegaremos hasta casi los cinco millones, lo cual nos tranquiliza una enormidad, con una crisis interminable, una recesión que no se acaba – y somos casi los únicos en Europa – y con un déficit que asusta, pues, bien con todo este arsenal de buenas noticias, nuestro presidente tuvo la genial, solidaria y beatífica idea de ir a ver a Obama – que no le dedicó ni un minuto -, con el objeto de, juntos, ponerse a rezar, a ver si así escampa.
Y pús
ose a recitar unos versículos de la Biblia que hablan de solidaridad con los más desamparados, él, agnóstico que lo es – yo también, y confieso que le di el oportuno y egoísta abrazo a Santiago para que eche una mano- pero que continúa con las mismas costumbres que los anteriores presidentes, es decir, cuando atruena, o bien se recluyen en su haima – léase La Moncloa – o se van de gira por los países sudamericanos, o, como en este caso, a leer un fragmento de la Biblia y hacerse la foto con el reciente premio Nobel de la Paz – por cierto, una vergüenza, teniendo, entre otros, a un Vicente Ferrer, para quien vuelvo a pedir dicho premio, y tantos otros y otras que de verdad se lo merecen.
Y es que no me extraña nada que se fuera de rezos en vista de que la tormenta se prolonga y no deja de granizar. Yo que he sido monaguillo en mis tiernos años de infancia, recorrí muchos kilómetros al lado del cura, seguido por toda la vecindad, por los caminos del término municipal y entre los campos de cereales, mientras el sacerdote vaciaba el hisopo de agua bendita, con la que regaba los campos – y a los que estábamos a su alrededor – con el objeto de proteger la cosecha del pedrisco que de vez en cuando arruinaba la cosecha de los sufridos hombres y mujeres que labraban la tierra, y digo bien, ellas y ellos, porque ambos trabajaban lo mismo; ellas, por supuesto, también faenaban en casa.
Eran las denominadas rogativas, que, generalmente, eran poco escuchadas por los cielos, que a veces desataban toda su furia con un atroz y devastador efecto que causaba el temido granizo sobre los campos, haciéndolo de una manera desatada y cruel. Para contrarrestarlo, se volteaban las campanas a arrebato para tratar de alejar las terribles tormentas, que, casi siempre, eran desoídas por la naturaleza que se empeñaba en cegarse con los campos hasta arrasar sus cereales.
No nos merecemos esto. No es ni lógico, ni justo, ni necesario que siempre paguen el pato los mismos, los de a pie, los que desde el comienzo de los tiempos han levantado todo, han producido todo, han generado toda la riqueza de aquellos a quienes han hecho lo suficientemente poderosos para que se vuelvan contra ellos.
Y ahora, en el colmo de la desfachatez, quieren prolongar la vida laboral hasta los setenta años – no se han atrevido a tanto – calcular la jubilación no en los últimos quince, sino en los últimos veinte años, de tal forma que nos queden cuatro pesetas para los últimos cuatro años de nuestra vida. No se atreven a poner firmes a los banqueros que nos roban miserable e impunemente, modernos usureros del siglo veintiuno, culpables en gran medida de la crisis que no les afecta a ellos, que siguen con sus abultadas ganancias, sino a los de siempre, a los más débiles, a los trabajadores.
No puedo, ni quiero, ni debo cargar las tintas exclusivamente con el gobierno, aunque suya es la máxima responsabilidad. Sufrimos el azote de una oposición, que entiendo que por su propia naturaleza debe oponerse a quienes gobiernan y controlar su labor, pero que en los momentos críticos que vivimos debería adoptar una actitud en parte solidaria con el gobierno. Pero poco se puede esperar de quienes mantienen unas posiciones harto cavernarias, retrógradas y cansinamente beatas hasta extremos que aburren hasta el más pintado.
Después de este sombrío panorama, ya sólo nos queda rezar.

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