miércoles, 21 de abril de 2010

AQUEL MAESTRO, AQUELLA ESCUELA

Abrumado por tanta modernidad omnipresente que nos asfixia y esclaviza con su tiránica y constante presencia, acosado por un mundo tan complicado, histérico, ruidoso y estresante, que no deja de crearte obligaciones cada día, que te recuerda que la vida ni es gratuita, ni agradecida, ni muchos menos soportable para tanta gente, doy rienda suelta a los recuerdos de la infancia y me encuentro en la pequeña escuela de un pueblecito de la sierra norte segoviana, con la estufa en el centro, los leños alrededor, listos para alimentarla, los pupitres con los agujeros para los tinteros y los lápices, el hueco para las carteras, con los dos asientos abatibles y en las blancas y jalbegadas paredes con los mapas de España, el mapamundi, el crucifijo, y la fotos obligadas de entonces.
Presidiendo la humilde, caldeada y silenciosa estancia, el viejo maestro, sentado en su sencilla mesa de madera, siempre venerable y bonachón, con un aire entre doliente y melancólico, venido de Dios sabe dónde a este pueblo de Castilla, dicta a sus respetuosos discípulos, mirando de vez en cuando a través de las empañadas ventanas, con un libro en la mano, el globo terráqueo a un lado y al otro la voluminosa y erudita Enciclopedia Álvarez, compendio de todo el saber de aquellos tiempos, que junto con el omnipresente catecismo, un cuaderno de rayas, otro de caligrafía y las tablas de multiplicar, constituían, junto con el lápiz, la goma de borrar y la caja de pinturas, todo el material escolar necesario.
El dictado, la caligrafía, la ortografía, el cálculo, la geografía, la aritmética, la geometría, la lengua y la historia españolas, así como la historia sagrada, eran las asignaturas que estudiábamos. Todas ellas estaban integradas dentro de la Enciclopedia. Estudiábamos la lección que el maestro nos preguntaría después, o al día siguiente, hacíamos cálculo, caligrafía, cantábamos las tablas de multiplicar – no he conocido una método más eficaz de aprenderlas – leíamos las Cien Figuras Españolas, y, cómo no, el catecismo y la obligada Formación del Espíritu Nacional.
Ir a la escuela no era una obligación, sino una devoción que disfrutábamos cada día, siempre al lado de casa, de la casa de todos, era cuestión de minutos, andando, en pantalones cortos, jugueteando con la nieve en el largo y permanente invierno que parecía no acabar nunca. Y es que recuerdo sólo dos estaciones, un larguísimo y frío invierno y un caluroso verano. El otoño y la primavera pasaban fugaces, parecían no existir, eran simples comparsas de las otras dos que lo llenaban todo.
Con la llegada del invierno el paisaje se transformaba y adquiría una hermosa, blanca y radiante belleza que nos atraía profundamente, con los campos, las praderas y el bosque cubiertos de una inmensa y plegada sábana que se extendía hasta las faldas de la cercana e imponente sierra que dominaba todo el horizonte, formando un arco nevado que ocupaba cuanto nuestra infantil vista podía abarcar. En los recreos formábamos enorme bolas de nieve arrastrando una piedra aprovechando la pendiente de las eras, ahora cubiertas de un blanco manto y que en el corto verano se verían ocupadas por las cinas de trigo, avena y centeno, las parvas con los trillos machacando el cereal y los montones de grano ya limpios, recién salidos de las máquinas de alventar.
Me veo entrando en la casa de mis abuelos, en su humilde y cálida cocina, al amor de la lumbre baja donde asaban las deliciosas patatas que acompañaba con el pan con aceite y azúcar que me preparaban esos dos queridos y entrañables seres que entonces adorábamos y respetábamos profundamente y que hoy parecen no existir, como si fueran una figura del pasado, como si la modernidad los hubiese convertido en obsoletos y su imagen venerable se hubiera borrado para siempre.
La entrañable figura del maestro – la maestra daba clase a las niñas y el maestro a los niños - la recuerdo ahora de una forma especial, como la de una persona querida y respetada por sus alumnos y el pueblo en general. Era tan pobre, disponía de tan pocos medios, tenía un sueldo tan mísero, que la gente le solía llevar algún que otro presente; una hogaza de pan, unos huevos, una vuelta de chorizo.
Hoy, el profesor es ninguneado por unos y por otros, su labor apenas se le reconoce y las condiciones en las que trabaja se ven seriamente comprometidas por una cargada atmósfera que se respira en las aulas, atrapado entre los padres por un lado y la administración por otro que le restan autoridad ante los alumnos.
Difícil papeleta para el maestro del siglo XXI que ve cómo la sociedad en general, no siente consideración alguna ni hacia su persona, ni hacia su labor, ni, en general, hacia el importantísimo papel que desempeña en la misma. Una sociedad que parece depositar a sus hijos en el colegio para que no molesten en casa – sin que por supuesto se les castigue ni reprenda - no para que reciban una formación indispensable para su futuro. Y así nos va. Ocupamos los últimos lugares de Europa en resultados académicos y los primeros en absentismo y fracaso escolar. Y no pasa nada. Normal en una país donde los padres a la hora de resolver un conflicto escolar, suelen darle más crédito al alumno que al maestro.
Antonio Machado, profesor durante varios años del instituto de Segovia, resume en parte, con estos versos, lo que en estas líneas he pretendido contar: con timbre sonoro y hueco / truena el maestro, un anciano / mal vestido, enjuto y seco / que lleva un libro en la mano / y todo un coro infantil......

1 comentario:

David Gutiérrez dijo...

Estoy de acuerdo. Se ha perdido el respeto a los profesores, y los padres tienen mucha culpa de éso.