lunes, 22 de febrero de 2010

XENOFOBIA Y VELO ISLÁMICO

Considero absurdo, desmesurado, injusto y fuera de lugar, el planteamiento radical y fanático de oposición al velo que las mujeres musulmanas deciden libremente llevar. No tenemos ningún derecho, ninguna capacidad de objeción, ninguna legitimidad de tipo alguno para criticar, y mucho menos impedir, que una prenda tan sencilla, inocua e insignificante, pueda lucir sobre la cabeza de una mujer, porque ¿quien diablos somos nosotros para demonizar una prenda y a su portadora por el simple hecho de cubrir su cabello, si no oculta su rostro y todo su cuerpo como lo hace el ominoso y espantoso burka, al que me opongo con absoluta, diáfana y clara rotundidad?.
Ambas prendas no tienen nada en común, no tienen parecido alguno, no representan lo mismo. Es una prenda que pretende aportar un significado de identidad cultural que en absoluto supone sumisión y oprobio como simboliza el burka, señal de esclavitud para las mujeres que lo portan y que no puede justificarse con razonamientos de tipo cultural o identitario alguno y que repele a la más elemental de la sensibilidad y conciencia humanas.
Su uso, manifiesta expresamente el reconocimiento de la inferioridad de la mujer con respecto al hombre, y esta premisa anula cualquier respeto, consideración y legitimidad hacia una prenda que rebaja a la mujer y la ningunea vergonzosamente. Ni comprensión ni tolerancia hacia una situación que de forma incomprensible se sigue manteniendo en determinadas zonas del mundo y que de ninguna manera debemos permitir en el mundo occidental.
Pero el ensañamiento con el velo, me parece ridículo, exagerado y absurdo, síntoma de un cierto fanatismo que ofusca la mente y anula la inteligencia más elementales, hasta el punto de permitir que el árbol no nos deja ver el bosque. No es nada raro ver como en nuestras ciudades, no digamos en el ámbito rural, como hay mujeres que se adornan la cabeza con un velo, pañuelo o prenda similar – más aún si es la época de invierno- y no solamente en occidente, sino en otros países, no necesariamente musulmanes, por lo que esta actitud, con tintes xenófobos, no tiene justificación alguna.
Leo en un diario de ámbito nacional, un artículo sobre una joven mujer musulmana que ha vivido en Francia desde los tres años de edad, integrada en un nuevo partido político anticapitalista, que defiende a capa y espada la utilización del velo. Por su ideología, es abiertamente demócrata y feminista, opuesta a todo fanatismo que pueda suponer la sumisión de la mujer, apuesta por su liberación y se rebela contra las ataduras que la oprimen, pero, confiesa, que no está dispuesta a renunciar a un velo que no supone en absoluto, en su caso, ninguna imposición por parte de nadie. Para ella es una opción personal, que debemos respetar y a la que nadie puede oponer ningún obstáculo, salvo que se inviertan los términos y seamos nosotros los que pongamos límites a una libertad a la que tiene pleno derecho.
Pero el asunto va mucho más allá. En el mismo artículo, la Secretaria de Estado para asuntos periféricos, declara indignada – y esta declaración va a título oficial – y cito textualmente, “que ese pañuelo no son simplemente diez centímetros de tela, sino el símbolo de un proyecto político de la opresión de las mujeres y de la confiscación de sus derechos; su manera de defender las libertades individuales, simplemente me horripila ”.
Y yo me pregunto.: ¿Cómo es posible que una representante oficial, mujer por más señas, ponga en duda y en solfa, con una saña inaudita, casi con rabia, a las mujeres, musulmanas o no, que libremente deciden cubrir su cabeza con esos diez centímetros de tela?. ¿Con qué derecho puede ejercer una crítica tan feroz por algo tan insignificante?. ¿No hay acaso, casi odio en su expresión?. ¿Acaso esto no es fanatismo xenófobo o más bien, hablando con más propiedad, Islamofobia?.
En el mismo diario, y en un artículo de opinión, un conocido escritor francés apuesta por la prohibición burka en Francia – yo diría que en todo lugar - con lo cual estoy totalmente de acuerdo, pero son muchos, diría que la mayoría los que sitúan el velo al mismo nivel del burka. Para ellos las dos prendas están a la misma altura en cuanto al significado, es decir, esclavizan a la mujer musulmana, la someten, la oprimen. Craso error, pues ambas prendas, no son comparables ni física ni estética ni éticamente hablando; sencillamente no tienen nada en común.
Estamos llegando a unos extremos que difícilmente pueden justificarse si aplicamos el sentido común y la capacidad de raciocinio que se nos atribuye a los seres humanos. No se puede desatar el odio y el racismo por una cuestión tan nimia. El velo nada tiene que ver con el repulsivo burka que convierte a la mujer en un objeto encerrada en su ignominiosa prisión.
Decididamente no encuentro motivo alguno para repudiar a quien decide libremente portar el velo, que por cierto, es una prenda de origen universal. Nadie está a salvo de caer en el fanatismo. Nos creemos a veces tan cargados de razón, que no nos lo pensamos dos veces y cometemos así imperdonables errores. La historia de la humanidad está llena de infames e infamias cometidas por fanáticos cargados de “su” razón. El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra.

jueves, 18 de febrero de 2010

INMERSOS EN LAS REDES SOCIALES

Solos, aislados, inmersos en una soledad que nos obliga a mantener un continuo diálogo con nosotros mismos, sin poder delegar nuestros pensamientos, estamos obligados, condenados, reducidos a vivir nuestro mundo interior al margen de los demás en un eterno monólogo indescifrable para los demás, que nos aísla de cuanto nos rodea, convirtiéndonos en mundos individuales que se reinventan cada segundo que pasa, en un continuo y cíclico comenzar de nuevo que nos aleja del pasado y nos conduce hacia un futuro inmediato e impredecible.
Afortunadamente somos seres sociales que convivimos, lo que nos permite comunicarnos y establecer relaciones de todo tipo, lo cual nos libera en parte de la carga emocional y solitaria, individual e intransferible a que estamos sujetos y atados los seres humanos.
A través de los siglos, esta comunicación ha ido desarrollándose a medida que los individuos fueron tomando conciencia de que eran algo más que seres-objeto del destino que los dioses les habían marcado desde el principio de los tiempos, que eran libres y que podían, mediante la utilización del conocimiento al que poco a poco fueron accediendo, interpretar los fenómenos naturales de toda índole, como sucesos explicables mediante el uso de la razón y no como castigos divinos a los que estaban ineludiblemente destinados.
En la baja Edad Media el raciocinio medieval evoluciona hacia el Humanismo, el hombre se descubre a sí mismo y comienzo a valorarse y a confiar en su razón y en su capacidad para cultivar las ramas de la sabiduría. El Renacimiento y la Ilustración conducirían al hombre, a través del conocimiento científico y cultural, hacia la modernidad, con una época brillantísima, fundamentalmente en el terreno de las artes, como no se ha vuelto a experimentar jamás.
Con la llegada de la Revolución Industrial a finales del siglo XVIII, se experimentó un cambio económico, social, científico y político de tales dimensiones que sus consecuencias, en estos doscientos años, han cambiado la faz del planeta, en todos los órdenes, más que en toda la historia pasada de la humanidad.
Instalados ya en el presente, a comienzos del siglo XXI, una nueva revolución, en este caso tecnológica, está cambiando, casi sin darnos cuenta, las relaciones sociales, con un auge tal de los medios de comunicación, que afecta día a día y cada vez más a las relaciones interpersonales de tal modo que la sociedad en su conjunto se ve afectada y condicionada por unos cambios que modifican hábitos, costumbres y actividades que hasta hace poco no podíamos vislumbrar.
Internet ha llegado a revolucionar nuestro mundo y el concepto que de él teníamos hasta ahora. Las denominadas Redes Sociales han logrado trastocar por completo la sociedad con un empuje tal que hace tan solo unos pocos años no podíamos ni soñar, pues nos hubiera parecido ciencia ficción el potencial de este poderosísimo medio, cuyos límites, según afirman los expertos, ni se vislumbran aún, ya que, de hecho, apenas acaba de comenzar.
Estamos tan inmersos en este mundo tecnológico, que apenas nos damos cuenta, acostumbrados como estamos a un ritmo infernal en nuestra actividad diaria, de la capacidad creadora y generadora de nueva tecnología que supera los ámbitos de los estados y de muchos gobiernos que se ven incapaces de someter a su control a una enorme capacidad de trasiego de información que no conoce ni idiomas, ni límites ni fronteras.
La revolución positiva que ha supuesto Internet en la sociedad, y, por lo tanto, en nuestras vidas, es innegable. Es una maravilla que nos abre una inmediata y portentosa ventana al mundo, pero que, como todos los grandes descubrimientos, el ser humano debe aprender a controlar para asumir correctamente su doble vertiente.
El efecto que tiene, fundamentalmente en nuestros jóvenes, absortos e inmersos en este mundo, hasta extremos que no podíamos ni imaginar hace apenas unos pocos años es innegable. Les absorbe de tal forma, que consumen Internet y todos los servicios que este fenómeno les procura, con fruición y pasión desmedidas.
Así permanecen horas y horas atados al móvil, al ordenador, al ipod, al ipad, al notebook, a la consola y a todos los servicios que ofrecen estos portentos tecnológicos, es decir las archiconocidas Redes Sociales, de tal forma, que sus consecuencias a largo plazo, nos son aún desconocidas.
Quizás, con esta comunicación permanente, pretendan aislarse del mundo que les rodea y de la soledad y diálogo íntimo y continuo que, aunque no queramos estamos destinados a interiorizar con nosotros mismos.
En cualquier caso, posiblemente estemos en los albores de una nueva revolución, muy lejos ya de aquel Renacimiento que alumbró a un hombre nuevo con una ilusionante capacidad creadora, amante del arte y la belleza, cuyo hermoso legado disfrutamos las generaciones actuales.

lunes, 8 de febrero de 2010

LA MIRADA QUE NOS ACUSA

Con frecuencia me persigue la mirada de la niña colombiana Omayra, de trece años, atrapada en el barro, con su cuerpo hundido hasta el cuello y aferrada a unos troncos tratando de sobrevivir. Estuvo tres días atrapada en el charco, tiritando de frío, mientras decía que la sacaran, que no quería llegar tarde al colegio. Con unos ojos oscuros, a punto de apagarse, parece preguntarse por qué la abandonamos a su suerte. No la rescataron, dijeron, porque no pudieran hacer nada, pero no puede entenderse cómo podemos poner los pies en la luna, construir inmensos edificios en cuestión de meses, salvar a enormes ballenas varadas en la playa o tantos ejemplos que podríamos poner aquí y dejar morir de inanición a una pobre niña enterrada en el barro.
He vuelto a ver esa mirada en una revista con motivo de la tragedia que está sufriendo Haití. Confieso que, al principio, no he podido sostenerla, me ha costado mantener la mirada, me causaba tanto horror, tanta espanto, tanta angustia, tanta culpa, que no he podido evitar volver los ojos hacia otro lado. Nos acusa a todos, representa el dolor, la miseria y el sufrimiento que sufre medio mundo a causa del abandono y la dejadez de la otra mitad que prefiere volver la vista ante tanta tragedia.
Me vienen a la mente otras imágenes terriblemente espeluznantes, como la de la niña que huye desnuda, aterrorizada, por una carretera de Vietnam, con su cuerpo quemado por el napalm del ejército americano, la de la horrible, escalofriante y vergonzosa imagen del niño de un desventurado país africano, tremendamente desnutrido, con los buitres merodeando a su alrededor, como tantas y tantas que podríamos ver cada día si nos mostrasen la miseria que ese medio mundo vive.
Pero preferimos no verlas, obviarlas, olvidarlas, rechazarlas, pensar que no existen, que no somos culpables, que no va con nosotros. Es la historia de siempre, es irremediable, el mundo es así, nada podemos hacer. Pero sí podemos, claro que podemos si dejamos de lado nuestro ominoso egoísmo, el estúpido, voraz y desenfrenado consumismo que nos esclaviza sin que apenas nos demos cuenta.
No creo en castigos divinos ni en zarandajas por el estilo. La naturaleza es cruel y se ensaña con los más pobres, los más miserables pero no por ninguna maldición sobrenatural, sino porque la miseria ocasiona, necesariamente, más miseria al poseer menos medios, menos infraestructuras, menores posibilidades económicas para prevenir estas catástrofes. El mundo desarrollado podría poner remedio en gran parte a todo esto, pero está demasiado ocupado en no perder ni un ápice de su alto nivel de vida.
Abomino de la superabundancia que nos rodea en Occidente, donde el afán de poseer más, de vivir mejor, es la única motivación que nos mueve, y donde el poder de ostentación es un valor en sí mismo. Aborrezco las inmensas superficies llenas hasta la extenuación de todo tipo de artículos de consumo, los inmensos e inmorales supermercados abarrotados de alimentos, mientras los compulsivos consumidores nos movemos como hormiguitas con los carros llenos a rebosar.
Son auténticos templos de la superabundancia, y la estupidez, donde nos movemos con una especie de locura colectiva por consumir más y más, mientras que en los pocos ratos de ocio que nos deja la febril actividad a que nos obliga la trepidante vida diaria, nos quejamos de lo mal que andamos, de la crisis que nos azota, de la perra vida que vivimos.
Este lamento, no es más de lo mismo. No podemos renunciar a la permanente denuncia de esta pavoroso situación. El día que dejemos de hacerlo, habremos renunciado definitivamente a nuestra condición de seres humanos.

viernes, 5 de febrero de 2010

TODOS A REZAR

Con el País echo unos zorros, con un paro galopante, que, afortunadamente, y según nos aseguran, pronto tocará techo, es decir, que solamente llegaremos hasta casi los cinco millones, lo cual nos tranquiliza una enormidad, con una crisis interminable, una recesión que no se acaba – y somos casi los únicos en Europa – y con un déficit que asusta, pues, bien con todo este arsenal de buenas noticias, nuestro presidente tuvo la genial, solidaria y beatífica idea de ir a ver a Obama – que no le dedicó ni un minuto -, con el objeto de, juntos, ponerse a rezar, a ver si así escampa.
Y pús
ose a recitar unos versículos de la Biblia que hablan de solidaridad con los más desamparados, él, agnóstico que lo es – yo también, y confieso que le di el oportuno y egoísta abrazo a Santiago para que eche una mano- pero que continúa con las mismas costumbres que los anteriores presidentes, es decir, cuando atruena, o bien se recluyen en su haima – léase La Moncloa – o se van de gira por los países sudamericanos, o, como en este caso, a leer un fragmento de la Biblia y hacerse la foto con el reciente premio Nobel de la Paz – por cierto, una vergüenza, teniendo, entre otros, a un Vicente Ferrer, para quien vuelvo a pedir dicho premio, y tantos otros y otras que de verdad se lo merecen.
Y es que no me extraña nada que se fuera de rezos en vista de que la tormenta se prolonga y no deja de granizar. Yo que he sido monaguillo en mis tiernos años de infancia, recorrí muchos kilómetros al lado del cura, seguido por toda la vecindad, por los caminos del término municipal y entre los campos de cereales, mientras el sacerdote vaciaba el hisopo de agua bendita, con la que regaba los campos – y a los que estábamos a su alrededor – con el objeto de proteger la cosecha del pedrisco que de vez en cuando arruinaba la cosecha de los sufridos hombres y mujeres que labraban la tierra, y digo bien, ellas y ellos, porque ambos trabajaban lo mismo; ellas, por supuesto, también faenaban en casa.
Eran las denominadas rogativas, que, generalmente, eran poco escuchadas por los cielos, que a veces desataban toda su furia con un atroz y devastador efecto que causaba el temido granizo sobre los campos, haciéndolo de una manera desatada y cruel. Para contrarrestarlo, se volteaban las campanas a arrebato para tratar de alejar las terribles tormentas, que, casi siempre, eran desoídas por la naturaleza que se empeñaba en cegarse con los campos hasta arrasar sus cereales.
No nos merecemos esto. No es ni lógico, ni justo, ni necesario que siempre paguen el pato los mismos, los de a pie, los que desde el comienzo de los tiempos han levantado todo, han producido todo, han generado toda la riqueza de aquellos a quienes han hecho lo suficientemente poderosos para que se vuelvan contra ellos.
Y ahora, en el colmo de la desfachatez, quieren prolongar la vida laboral hasta los setenta años – no se han atrevido a tanto – calcular la jubilación no en los últimos quince, sino en los últimos veinte años, de tal forma que nos queden cuatro pesetas para los últimos cuatro años de nuestra vida. No se atreven a poner firmes a los banqueros que nos roban miserable e impunemente, modernos usureros del siglo veintiuno, culpables en gran medida de la crisis que no les afecta a ellos, que siguen con sus abultadas ganancias, sino a los de siempre, a los más débiles, a los trabajadores.
No puedo, ni quiero, ni debo cargar las tintas exclusivamente con el gobierno, aunque suya es la máxima responsabilidad. Sufrimos el azote de una oposición, que entiendo que por su propia naturaleza debe oponerse a quienes gobiernan y controlar su labor, pero que en los momentos críticos que vivimos debería adoptar una actitud en parte solidaria con el gobierno. Pero poco se puede esperar de quienes mantienen unas posiciones harto cavernarias, retrógradas y cansinamente beatas hasta extremos que aburren hasta el más pintado.
Después de este sombrío panorama, ya sólo nos queda rezar.

jueves, 4 de febrero de 2010

DE CURAS Y MONAGUILLOS

En mis añorados años de la infancia disfrutados en un pequeño pueblecito de la sierra de Segovia, todos los chicos – las chicas nunca han sido monaguillas – sin exclusión alguna éramos seleccionados a dedo y sin excepción por el cura párroco para desempeñar tan singular oficio, es decir, llevar a cabo las arduas, fieles y variadas tareas de ayudante del sacerdote, que, como verán, no se reducían simplemente a, como se decía entonces, ayudar a misa.
Era una labor no siempre retribuida, aunque dependiendo del Sr. Cura, como respetuosamente le decíamos, teníamos un sueldo que en algunos casos llegaba a la vertiginosa y abultada cifra que en aquellos tiempos suponía una peseta, que cobrábamos puntual y religiosamente los dos monaguillos – dos pesetas si sólo ayudaba uno – y no a la semana ni al mes, sino cada día al terminar nuestro trabajo después de la misa.
Con aquel sueldo fijo, con siete u ocho añitos y con el resto del día libre para buscarme algún otro trabajillo, conseguí, con el tiempo, comprarme mi primer reloj de pulsera y acumular unos ahorrillos que me daban para los onerosos gastos que ocasionaban las fiestas del pueblo y los fines de semana que unidos a la paga de mis padres, me colocaba en una situación económica como jamás he vuelto a disfrutar.
Éramos unos privilegiados, que, sin embargo, abusando de nuestra condición, nos bebíamos de vez en cuando las vinajeras – sin consagrar, por supuesto, eso nos aterraba – lo cual suponía, cuando éramos descubiertos, un severo castigo por parte del cura – entonces nadie le llamaba sacerdote – que iba desde un par de sonoras bofetadas, a la pérdida de la asignación semanal, que, sin duda, nos dolía bastante más.
Nuestras funciones no consistían exclusivamente en la sencilla, cómoda y rutinaria tarea de ayudar a misa – aprendí un montón de latín que no obstante de poco me sirvió en el bachiller, pero que aún recuerdo – sino que debíamos asistir al rosario cada tarde – nunca entendí todo aquello de los misterios gozosos y dolorosos que nos llevaban media hora de rezos diarios – debíamos también tocar a misa, eran tres toques de campanas, y si nos olvidábamos de alguno de ellos, la reprimenda estaba asegurada.
Sin lugar a dudas, la función más singular por su naturaleza, era la de acompañar al cura en los entierros así como darle a los enfermos graves la extremaunción y los santos óleos. La comitiva formada por todos los vecinos del pueblo, con el cura y los monaguillos al frente, iba a la casa del finado, el cual se encontraba postrado en el ataúd, por supuesto descubierto; el celebrante rezaba unas oraciones, le rociaba con el hisopo y nos lo llevábamos a la iglesia, y por fin al cementerio, pequeñito y acogedor – permítaseme semejante licencia – anexo a la iglesia, y unido a ella por el extremo del campanario, donde las campanas entonaban un profundo lamento que, ahora que vienen a mí tantos recuerdos, reflejaban a la perfección el dolor de aquellos momentos con su lento y triste tañido.
Inenarrables eran las rogativas, en las que la comitiva formada por el cura, los monaguillos y todo el vecindario, recorríamos los caminos alrededor del pueblo, mientras regaba los campos, y de paso a los que más cerca nos encontrábamos, con el agua bendita del hisopo y pronunciaba unos rezos repetitivos que siempre los acompañantes terminábamos con el “ora pro nobis” unas veces y otras “orate pro nobis”. Todo ello se llevaba a cabo con el objeto de lograr buenas cosechas y alejar a los nublados y el pedrisco que de vez en cuanto destrozaban los cereales de todo un año, lo cual suponía un desastre absoluto para lo esforzados labradores.
Por entonces los susodichos pedriscos eran frecuentes y el desarrollo de las tormentas francamente espectaculares y siempre aterradoras. Los mozos y monaguillos subían entonces al hermoso campanario de espadaña de la iglesia – Duruelo es el nombre de mi pueblo - , y volteaban todas las campanas luchando con la feroz tormenta. El espectáculo era realmente dantesco: el cielo de un amenazante y plomizo color oscuro, se resolvía de improviso en una serie de espeluznantes truenos y relámpagos acompañados de un granizo de increíbles dimensiones, todo con el objeto de detener a los elementos que, no obstante, casi nunca lográbamos ahuyentar.
En Las fiestas de mayo y septiembre, acontecimientos por aquel entonces que lograban reunir a todos los pueblos de los alrededores, la misa mayor, de gala, con varios sacerdotes, y la procesión alrededor del pueblo con los pendones y estandartes y la imagen de la virgen en andas, era todo un espectáculo celebrado por todos. La chiquillería disfrutábamos de los puestos de caramelos con los primeros chicles – gallina blanca- las enormes garrotas de caramelo, los fósforos y los primeros cigarrillos – todas las fiestas nos fumábamos una cajetilla entera de celtas cortos, hasta que la terminábamos, sin parar, en un cobertizo que hicimos entre las zarzas en el huerto de mis padres- . No se lo creerán, pero si no teníamos cigarrillos, liábamos unos enormes cigarros con la estopa de las estepas. Ahora pienso que aquello podía ser alucinógeno teniendo el cuenta el mareo que nos ocasionaba.
Con el tiempo, nos trasladamos a un pueblo también segoviano llamado Muñoveros, adonde destinaron a mi padre, secretario de ayuntamiento. El sacerdote, se llamaba D. Basilio, una buena persona, pero con un imponente mal genio. Cuando llegué, como no, me reclutó de inmediato para el noble trabajo de ayudante. Yo, acostumbrado a cobrar por el desempeño del oficio, le pregunté cuales eran mis honorarios; respondióme que semejante labor era oficio de ángeles, por lo que me podía despedir del sueldo. Les juro que no acepté las condiciones y, por supuesto, ahí acabó mi oficio de monaguillo. Tenía, a la sazón, doce años.
El inefable D. Basilio tenía la costumbre de interrumpir la misa de vez en cuando para llamar la atención de los feligreses que, a veces, organizaban jaleo al fondo, o se dedicaba a pegarle una patada al reclinatorio cuando su propietaria no había dejado alguna monedilla. Como tenía por costumbre cerrar las puertas de la iglesia pasados cinco minutos del comienzo de la misa, recuerdo que en una ocasión, el día uno, es decir el día de año nuevo, yo, el alcalde y algún vecino más nos quedamos sin poder entrar en misa, por lo que decidimos irnos al bar a rezar nuestras peculiares oraciones.
En mis años de servicio como monaguillo, tuve diversos y muy variados patronos. No puedo hablar bien de todos ellos. Para que se hagan idea, uno de ellos recibió una monumental bronca de su padre que todos oímos y contemplamos al salir de misa, porque en el sermón, un día festivo, al ver la iglesia casi vacía - era pleno verano cuando la sufrida gente estaba segando a mano en el campo - pronunció unas terribles palabras que nunca se me olvidarán: “ojalá caiga un pedrisco que destroce todas las cosechas”. Este cura, nos obligaba a confesar, día sí, día no, a toda la chiquillería, haciéndonos unas preguntas que no voy a citar aquí, pero que les causarían sonrojo. Estuvo de maestro sustituto un par de semanas en la escuela. El maltrato a los alumnos, palizas y castigos incluidos llegó a tal nivel, que nuestros padres decidieron que no volviésemos hasta que regresara el maestro. Por el contrario mantengo un agradable recuerdo de otros dos párrocos, buenas personas, integradas en el pueblo y entregadas al servicio de sus gentes.
Me veo y no me reconozco cuando pienso que desde muy joven he sido y soy un agnóstico sin remisión, un crítico impenitente de la iglesia, y que sin embargo he de admitir que mis primeros pasos laborales – espero que los años de servicios prestados, me sirvan para el cálculo de la antigüedad, ahora que las pensiones están en precario - los anduve en una institución con dos mil años de historia y que no despierta precisamente mis simpatías, salvo cuando visito las espléndidas y majestuosas catedrales, las hermosas abadías, las bellísimas iglesias, ermitas, colegiatas y esos lugares de paz y sosiego que desprenden los conventos y monasterios que salpican la geografía de este País.
Son historias que forman parte de mi infancia, una hermosa e irrepetible etapa de la vida que siempre añoraremos. Dicen que en la vejez se retorna a ella. Lo dudo, pero merecería la pena volver a disfrutar de la magia de aquellos maravillosos años.