lunes, 7 de enero de 2013

UNA URGENCIA PELIGROSA


             Qué duda cabe que la salud es lo primero, que sin ella poco o nada cabe hablar del resto de los aspectos trascendentales o no de la vida, que su ausencia los minimiza, los relega a un segundo plano, careciendo de relevancia alguna, ya que todos los esfuerzos, todas las energías, todas las esperanzas y anhelos se dirigen y orientan hacia la consecución de un estado de superación de la enfermedad, del malestar que nos oprime y que nos impide una visión clara y certera de la realidad en la que vivimos y del futuro incierto, que se nos antoja difuso y lejano.
            Es por ello, que en estos tiempos que vivimos, en los que los recortes múltiples y diversos que estamos sufriendo, los soportamos en áreas tan sensibles como en la sanidad, el miedo a caer enfermo, a tener que recurrir a los centros de salud o al hospital, llena de inseguridad y zozobra al ciudadano, que contempla cómo la atención médica y hospitalaria se va degradando progresivamente, con esperas cada vez más amplias para ser atendido y con unos medios a su alcance cada vez más reducidos, que inundan las salas de espera, alarga los plazos para ser atendido en las consultas y cierra quirófanos que duermen solitarios en espera de cirujanos y pacientes que los puedan ocupar.
            Las nueve de la noche de uno de los primeros días del mes de enero del presente año que acaba de comenzar, en un centro de salud de una localidad cercana a Madrid donde vivo, y que posee por cierto un gigantesco, moderno y nuevo hospital. Vamos con mi hija que lleva una semana esperando con una dolencia para la que ha pedido cita al centro de salud, y que aún tendrá que esperar cuatro días más. La doctora, sin muchos datos objetivos ni análisis oportunos ni prueba alguna que pueda justificar su diagnóstico, nos remite a urgencias de un gran hospital de Madrid en lugar de enviarnos al situado en nuestra misma localidad, hecho que nos sorprende tanto a nosotros como a los médicos que nos atendieron después.
            Hacía muchos años que afortunadamente no pisaba las urgencias de este hospital madrileño. Nada ha cambiado para mejorar, sino todo lo contrario. Diríase que se ha reducido el pequeño espacio de entonces, que las instalaciones mínimas, espantosas e infrahumanas que vi en la última ocasión, han empeorado considerablemente y que la atención en general no ha sufrido ninguna mejora desde hace ya muchos años, lo cual supone un injustificable abandono y una incalificable afrenta hacia los sufridos ciudadanos que generalmente llegan en un lamentable estado a unas instalaciones sanitarias que deberían ser modélicas en todos los aspectos.
            En un reducido espacio, sin comodidad alguna, ni medidas de salubridad que paliasen la masificada sala, se apiñaban un elevado número de pacientes hacinados, unos sentados, otros apoyados en la pared, paseando, entrando y saliendo a respirar el aire que allí faltaba, que aunque gélido, aliviaba la espera interminable, que tal como te indican al llegar, después de una buena espera en una fila habilitada entre el resto de los enfermos, tardaría como mínimo dos horas con suerte, después de las cuales, pasarías a una consulta donde te advierten que al menos tendrás que esperar otras dos horas para que te den algún resultado y luego ya veremos.
            Todo un poema ver la cara de la gente, pegados unos a otros, con una paciencia infinita, cada uno ejerciendo su dolencia con resignación, en silencio. Un pobre indigente con una herida en la frente, vagando de acá para allá, al que le rechaza la gente, haciéndose a un lado o levantándose si a su lado osa sentarse. Lleva innumerables horas allí, nos dicen una señora, nadie le atiende y todo el mundo le rechaza como si de un apestado se tratara. Se sienta a nuestro lado y nos pregunta si sabemos donde hay café, se lo indicamos y nos pide por favor que le guardemos la chaqueta del chándal. Se toma el café y se adormila, habla solo, da pena, una inmensa pena, pero nadie desea tenerlo a su lado.
            Un matrimonio de personas mayores, ancianos, ella en una silla de ruedas con cara de sufrimiento de pena y abandono y él a su cargo, tan mayor, tan sólo. Cada uno está en un extremo de lo que constituye, no una sala de espera, sino un humillante pasillo de hacinamiento humano. Mi esposa, que tiene un hermoso corazón, todo bondad y ternura, de las que sustituyen la compasión por la acción, sea dónde fuere y con quién fuere, se acerca a él, triste y cabizbajo, y le pregunta por su situación, si necesita algo, si quiere que le ayudemos; le explica que viven solos, que su esposa se ha caído, que llevan muchas horas allí esperando una ambulancia que los lleve a casa. Nadie se ocupa de ellos.
            Son de Urueñas, provincia de Segovia, no lejos de dónde nací yo. Dice que está cerca de Sepúlveda, allí se come muy bien, el cuarto de asado es muy bueno, afirma el buen hombre. Viven los dos solos en Madrid, en un tercer piso sin ascensor. Mi esposa lleva a su lado a su mujer que está en la silla de ruedas a distancia de él; la dejaron sola y mirando hacia el lado opuesto a su marido sin nadie que se preocupara por ellos. Mi esposa se dirige a atención al paciente y les pone al corriente de la situación del matrimonio de ancianos que esperan una ambulancia; todavía tardará casi una hora en llegar. Ambos le dan las gracias a mi mujer y preguntan si les subirán al tercer piso donde viven solos. Claro, no se preocupen. Adiós, ánimo, que les vaya bien.
            Son sólo dos historias de las innumerables que se podrían relatar sobre los seres humanos que comparten espacio y espera en urgencias durante interminables horas. La mayoría, no obstante, nos son desconocidas, secretas y anónimas, pertenecientes a cada uno y que jamás conoceremos, pero que en algunos casos se adivinan de alguna manera al contemplar sus rostros, su expresión, su desolada desesperación en unas ocasiones y su paciente resignación en otras.
            Son las tres de la madrugada cuando abandonamos las urgencias. Afortunadamente la dolencia de mi hija no revista importancia alguna. Allí queda mucha gente aún, esperando y desesperando al mismo tiempo. Uno no puede dejar de establecer la comparación entre el lujo de tantas instalaciones faraónicas e inútiles de todo tipo, vacías, sin utilidad alguna que se han construido en este País con un costo inmenso y las que acaba de abandonar, absolutamente imprescindibles y necesarias y que son más propias de un país tercermundista que de uno desarrollado. No cabe la resignación, sino la exigencia más firme ante una situación absolutamente inaceptable.

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