Qué duda cabe que la salud es lo primero, que sin ella poco
o nada cabe hablar del resto de los aspectos trascendentales o no de la vida,
que su ausencia los minimiza, los relega a un segundo plano, careciendo de
relevancia alguna, ya que todos los esfuerzos, todas las energías, todas las
esperanzas y anhelos se dirigen y orientan hacia la consecución de un estado de
superación de la enfermedad, del malestar que nos oprime y que nos impide una
visión clara y certera de la realidad en la que vivimos y del futuro incierto,
que se nos antoja difuso y lejano.
Es por ello,
que en estos tiempos que vivimos, en los que los recortes múltiples y diversos
que estamos sufriendo, los soportamos en áreas tan sensibles como en la
sanidad, el miedo a caer enfermo, a tener que recurrir a los centros de salud o
al hospital, llena de inseguridad y zozobra al ciudadano, que contempla cómo la
atención médica y hospitalaria se va degradando progresivamente, con esperas
cada vez más amplias para ser atendido y con unos medios a su alcance cada vez
más reducidos, que inundan las salas de espera, alarga los plazos para ser
atendido en las consultas y cierra quirófanos que duermen solitarios en espera
de cirujanos y pacientes que los puedan ocupar.
Las nueve
de la noche de uno de los primeros días del mes de enero del presente año que
acaba de comenzar, en un centro de salud de una localidad cercana a Madrid
donde vivo, y que posee por cierto un gigantesco, moderno y nuevo hospital.
Vamos con mi hija que lleva una semana esperando con una dolencia para la que
ha pedido cita al centro de salud, y que aún tendrá que esperar cuatro días
más. La doctora, sin muchos datos objetivos ni análisis oportunos ni prueba
alguna que pueda justificar su diagnóstico, nos remite a urgencias de un gran
hospital de Madrid en lugar de enviarnos al situado en nuestra misma localidad,
hecho que nos sorprende tanto a nosotros como a los médicos que nos atendieron
después.
Hacía
muchos años que afortunadamente no pisaba las urgencias de este hospital
madrileño. Nada ha cambiado para mejorar, sino todo lo contrario. Diríase que
se ha reducido el pequeño espacio de entonces, que las instalaciones mínimas, espantosas
e infrahumanas que vi en la última ocasión, han empeorado considerablemente y
que la atención en general no ha sufrido ninguna mejora desde hace ya muchos
años, lo cual supone un injustificable abandono y una incalificable afrenta hacia
los sufridos ciudadanos que generalmente llegan en un lamentable estado a unas
instalaciones sanitarias que deberían ser modélicas en todos los aspectos.
En un
reducido espacio, sin comodidad alguna, ni medidas de salubridad que paliasen la
masificada sala, se apiñaban un elevado número de pacientes hacinados, unos
sentados, otros apoyados en la pared, paseando, entrando y saliendo a respirar
el aire que allí faltaba, que aunque gélido, aliviaba la espera interminable,
que tal como te indican al llegar, después de una buena espera en una fila
habilitada entre el resto de los enfermos, tardaría como mínimo dos horas con
suerte, después de las cuales, pasarías a una consulta donde te advierten que
al menos tendrás que esperar otras dos horas para que te den algún resultado y
luego ya veremos.
Todo un
poema ver la cara de la gente, pegados unos a otros, con una paciencia
infinita, cada uno ejerciendo su dolencia con resignación, en silencio. Un
pobre indigente con una herida en la frente, vagando de acá para allá, al que
le rechaza la gente, haciéndose a un lado o levantándose si a su lado osa sentarse.
Lleva innumerables horas allí, nos dicen una señora, nadie le atiende y todo el
mundo le rechaza como si de un apestado se tratara. Se sienta a nuestro lado y
nos pregunta si sabemos donde hay café, se lo indicamos y nos pide por favor
que le guardemos la chaqueta del chándal. Se toma el café y se adormila, habla
solo, da pena, una inmensa pena, pero nadie desea tenerlo a su lado.
Un
matrimonio de personas mayores, ancianos, ella en una silla de ruedas con cara
de sufrimiento de pena y abandono y él a su cargo, tan mayor, tan sólo. Cada
uno está en un extremo de lo que constituye, no una sala de espera, sino un
humillante pasillo de hacinamiento humano. Mi esposa, que tiene un hermoso
corazón, todo bondad y ternura, de las que sustituyen la compasión por la
acción, sea dónde fuere y con quién fuere, se acerca a él, triste y cabizbajo,
y le pregunta por su situación, si necesita algo, si quiere que le ayudemos; le
explica que viven solos, que su esposa se ha caído, que llevan muchas horas
allí esperando una ambulancia que los lleve a casa. Nadie se ocupa de ellos.
Son de
Urueñas, provincia de Segovia, no lejos de dónde nací yo. Dice que está cerca
de Sepúlveda, allí se come muy bien, el cuarto de asado es muy bueno, afirma el
buen hombre. Viven los dos solos en Madrid, en un tercer piso sin ascensor. Mi
esposa lleva a su lado a su mujer que está en la silla de ruedas a distancia de
él; la dejaron sola y mirando hacia el lado opuesto a su marido sin nadie que
se preocupara por ellos. Mi esposa se dirige a atención al paciente y les pone
al corriente de la situación del matrimonio de ancianos que esperan una
ambulancia; todavía tardará casi una hora en llegar. Ambos le dan las gracias a
mi mujer y preguntan si les subirán al tercer piso donde viven solos. Claro, no
se preocupen. Adiós, ánimo, que les vaya bien.
Son sólo
dos historias de las innumerables que se podrían relatar sobre los seres
humanos que comparten espacio y espera en urgencias durante interminables horas.
La mayoría, no obstante, nos son desconocidas, secretas y anónimas,
pertenecientes a cada uno y que jamás conoceremos, pero que en algunos casos se
adivinan de alguna manera al contemplar sus rostros, su expresión, su desolada
desesperación en unas ocasiones y su paciente resignación en otras.
Son las
tres de la madrugada cuando abandonamos las urgencias. Afortunadamente la
dolencia de mi hija no revista importancia alguna. Allí queda mucha gente aún,
esperando y desesperando al mismo tiempo. Uno no puede dejar de establecer la
comparación entre el lujo de tantas instalaciones faraónicas e inútiles de todo
tipo, vacías, sin utilidad alguna que se han construido en este País con un
costo inmenso y las que acaba de abandonar, absolutamente imprescindibles y
necesarias y que son más propias de un país tercermundista que de uno
desarrollado. No cabe la resignación, sino la exigencia más firme ante una
situación absolutamente inaceptable.
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