Si hojeamos el diccionario, ese
instrumento de la lengua hoy casi olvidado, marginado y abandonado por quienes
ejercen con la palabra y la letra y viven de ella y a su costa, bien de forma
pretendidamente culta, bien de manera evidentemente grosera, encontramos
variadas y suculentas acepciones que son las que siguen a continuación, y que
se citan en orden alfabético, con el objeto de respetar su contenido, sin
originar entre ellas agravios comparativos que pudieran alterar el orden y la
paz debidos: armario, caja o lugar destinado para guardar flores; cuadro en que
sólo se representan flores; fullero que hace trampas floreando el naipe; maceta
o tiesto con flores; persona que vende flores; que usa de palabras chistosas y
lisonjeras; vaso para poner flores.
Auténtico y formidable
desperdicio supondría no utilizar este diccionario de nuestra lengua, tan rico,
variado y diverso, que nos proporciona tantos y tan aparentemente dispares y
heterogéneos significados para una palabra como la que tiene el honor de
presidir este texto, que difícilmente podría llegar a su final, o al menos a un
resultado mínimamente coherente, si su intención fuera el de describir y tratar
sobre ese objeto que todos tenemos en mente, aunque incluyéramos las numerosas
definiciones anteriormente dadas, ya que el relato se haría insoportable,
aburrido e insufriblemente vano y vulgar, sin interés alguno dada su vacuidad y
su trivialidad más evidente.
Hay por lo tanto una intención
oculta que se esconde tras esta palabra que posee tantas connotaciones referidas
a la belleza, al color y a la fragancia y que surge de un significado que no
encontraremos en ningún diccionario por muy exhaustivo, amplio y detenido que
pudiera ser, y que nada tiene que ver con esas plantas que suelen contener, que
nos alegran la vida, los ojos y el sentido del olfato y que iluminan el paisaje
y animan y elevan el espíritu ante su contemplación, pese a que su función coincide en parte con algunas de las descritas, en el
sentido de alegrar los sentidos de los propietarios de estos floreros
alternativos cuya naturaleza no es vegetal, sino plenamente humana.
Dícese de aquellas/os – es una
pena, pero la mayoría son aquellas - cuya misión y único objetivo conocido, es la
de figurar, exhibir y mostrarse por doquier, luciendo su figura más o menos
radiante, más o menos lujosa, más o menos conseguida, agraciada o resultona,
supeditada siempre al titular de la casa, a su lado, como un florero, bien sea
real o virtual, con más o menos patrimonio, con más o menos glamour, al lado
del cual siempre aparecen, con el objeto de adornarlo y engalanarlo para así
mejorar y ornar el cuadro que componen, a imagen y semejanza del florero que
adorna, decora y embellece el rincón de la estancia donde se halla colocado,
sin voz ni voto, pero dotándola de un toque elegante y delicado que le otorga
mayor prestancia.
Son muchos y variados estos
floreros que abundan por doquier, y que son propios de las altas esferas, bien
provengan de la aristocracia, bien de la realeza, tan abundante ésta última en
esta sorprendente Europa, tan avanzada ella, pero tan antagónica al mismo
tiempo, que mantiene aún numerosas monarquías, entre ellas la de nuestro País,
donde abundan estos floreros que inundan de lujo, pompa y ostentación las
revistas y los medios de comunicación afines, luciendo sus modelitos de
altísima costura – por aquello del elevado coste que suponen – sus rostros
restaurados una y otra vez hasta extremos que dejan de ser reconocibles sin
parecido alguno con el original, al tiempo que nos muestran su innumerable y
prolífica prole, todo ello sufragado con el erario público de unos presupuestos
que apenas conocemos.
Demasiados floreros, sobre todo
para un País como el nuestro, que se desangra cada día en una incontenible
hemorragia de paro y desesperación inusitadamente contenida, en el que tantos
ciudadanos se encuentran, no en el umbral ni en la antesala de la pobreza, sino
instaladas de lleno en ella de forma permanente, en una vieja y contradictoria
Europa que concede demasiada atención a unos floreros que por obsoletos deberían
ser susceptibles de ser retirados de unas estancias que no necesitan de decoración
alguna, por innecesaria, obsoleta y anacrónica, incapaz de soportar los gastos
que tanto lujo y despilfarro suponen para una sociedad expuesta a un
sufrimiento insoportable.
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