No valen las comparaciones, son
odiosas, son injustas, no tienen sentido ni cabida en la sociedad, ofenden a
casi todos – sobre todo a los que con ellas salen perdiendo – molestan a los
contrariados a los cuales van dirigidas, a quienes han de soportar las cargas
comparativas, porque sobre ellos recaen las culpas, los agravios y los
consiguientes reproches y reprimendas, que han de admitir o no, pero que en
cualquier caso han de soportar las consiguientes acusaciones de las que no se
han de librar, porque constarán en acta una vez pronunciadas, sean o no justas,
ecuánimes y equilibradas en su razonamiento.
Esto es lo que se suele
afirmar, lo que el saber popular y la costumbre suelen poner de manifiesto,
como una generalización más de tantas que asolan la, a veces folclórica
sabiduría pública, la cual no siempre es correcta, ni acertada, ni mucho menos
objetiva y cabal, pues está viciada de una falta de raciocinio necesario para
la imparcialidad y la honradez necesarias, por lo que sentadas estas bases,
podríamos afirmar que las comparaciones, en ocasiones ,sí son ajustadas a un
derecho natural, que surge de la costumbre, de la razón y de la libertad
humanas.
Y así tendemos a establecer las
obligadas comparaciones, ya sea a nivel personal, general o histórico, con
símiles inevitables entre una y otra persona a las que relaciones mediante los
oportunos parangones profesionales y/o personales o en el caso de grupos sociales,
políticos, religiosos, económicos o de otra índole, siempre con el objeto de dejar
constancia de las diferencias existentes entre ellos, en términos de más,
menos, mejor, peor o similares, que en el caso de las comparaciones históricas
llegan a estudios más profundos y exhaustivos, que ocupan más espacio, más
tiempo, y sobre todo, con muchos más aspectos a considerar, con el objeto de
llegar a una conclusión que no siempre es fácil ni plenamente objetiva.
Con frecuencia comparamos los
tiempos en que vivimos con el pasado – interesante sería poder hacerlo con el
futuro, pero ello, por ahora, nos está vedado – rememorando las circunstancias
sociopolíticas que condicionaron la vida de, por ejemplo nuestros padres, muy
diferentes a las actuales, con un escenario político absolutamente diferente,
en el que vivieron y sufrieron una guerra y una posguerra civil tremendamente
cruel y dolorosa, soportando una miseria y unas condiciones de falta de
libertad que ahora nos son afortunadamente desconocidas, extendiéndose esta
última incluso a nuestra existencia, pues muchos vivimos y padecimos una
dictadura, que sin embargo nuestros hijos no llegaron a conocer.
Imposible establecer
comparaciones entre generaciones tan diferentes. La sociedad ha sufrido cambios
muy profundos a todos los niveles. Nos limitaremos a encontrar similitudes
entre nuestra generación y la de nuestros hijos – la generación de nuestros
padres queda demasiado distante y distinta y presenta condicionantes
profundamente diferentes a la presente - y nos encontraremos con unos cambios
sociales, económicos y, sobre todo tecnológicos, que han marcado intensa y drásticamente
a la presente generación de jóvenes, cambios en los que no todo ha sido positivo
y beneficioso para ellos como cabría esperar.
No lo tienen fácil, es más, el
futuro no se les presenta todo lo halagüeño que desearíamos para ellos,
inmersos como estamos en una imparable crisis económica que los ha dejado de
lado de una forma pertinaz y despiadada, con un paro y una falta de perspectiva
laboral, que no tiene ni sentido ni razón alguna, cuando nos encontramos con
una generación que generalmente está más preparada que nunca lo ha estado.
Pero se les debe exigir la
ineludible responsabilidad que adquieren por el hecho de ser jóvenes, por tener
en sus manos, pese a las dificultades, el futuro del País, por ser los depositarios
de las esperanzas de quienes llegan después de ellos, a quienes preceden y que
pronto, pues todo pasa demasiado rápido, se encontrarán con una herencia que la
juventud de hoy deberá construir, que se antoja complicada y harto difícil de
gestionar, pero que no podrán evitar, pues serán ellos los que en su momento
serán objeto de las comparaciones a las que les someterán los citados
herederos.
Y no los veo dispuestos a ello.
No los encuentro en la lucha diaria, enfrascados, perdidos como están en sus
tecnológicas y absorbentes redes sociales, donde parecen haberse enmarañado de
tal forma que son incapaces de escapar a su poder de atracción que los tiene
obnubilados, en una comunicación permanente y obsesiva, donde abundan los
mensajes vacíos, intrascendentes y frívolos, que no parecen denotar una excesiva
preocupación por una situación trágica en general, que les afecta en particular
a ellos, que deberían utilizar los prodigiosos medios de los que disponen, para
discriminar primero, comparar después y denunciar siempre que el agravio lo
exija.
Esta exigencia está siempre
ahí, a la orden del día, esperando que nuestra juventud despierte y se mueva,
elevando su limpia y enérgica voz por encima de los injustos y las injusticias,
de las mentiras y los mentirosos, de los silencios y de quienes quieren hacerlos
callar, a ellos, que son mensajeros de ilusión, de esperanza y de un futuro irrenunciable,
que les pertenece por derecho natural.
La juventud es un arma cargada
de futuro, siguen cantando los poetas.
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