El siguiente relato, corresponde a un hecho real,
auténtico, verídico y absolutamente demostrable, pues dispongo de la
documentación necesaria que se me pudiera requerir para certificarlo, así como
del tiempo empleado en los acontecimientos que han tenido lugar y que pasaré
más adelante a exponer, pues en el lapso de tiempo empleado, antes y después,
he llevado a cabo una serie de llamadas telefónicas, cuyos extractos y horarios
puedo solicitar, previo pago de las oportunas tasas a la correspondiente
operadora telefónica, en un plazo prudencial, siempre y cuando demuestre que he
llevado a cabo la oportuna solicitud, que me he identificado correctamente, que
he abonado el pago del servicio, y por supuesto, que estoy al corriente de
pago, que no se me pueda calificar de moroso, y que mis antecedentes penales
brillen por su ausencia. Faltaría más.
Los
hechos tienen lugar en Madrid, en concreto en la Universidad Autónoma de esta
Capital, entre las once quince y las trece treinta de una calurosa mañana del
día once de julio del presente año de dos mil trece, teniendo como escenario de
los hechos varias facultades por las que fueron desenvolviéndose los acontecimientos
a exponer, así como una oficina bancaria situada afortunadamente en el campus
universitario, lo cual contribuyó a que el tiempo empleado en la trama pudiera
reducirse, pues de lo contrario, los hechos a referir hubieran tenido que
trasladarse a la ciudad, para retornar de nuevo a la citada universidad con el
objeto de completar la trama, que para sorpresa de algunos, consternación de
otros y esbozo de una ligera sonrisa para muchos, acostumbrados como estarán a
semejantes acontecimientos tan ajenos a un ciudadano como yo, que no suele
sufrir estos incómodos avatares.
Los hechos
tuvieron lugar como siguen, y así, sin afán de tergiversarlos, yo se los
transmito. Debía enviar por correo certificado a la Universidad Complutense de
Madrid, un documento debidamente compulsado emitido por la Universidad
Autónoma, también de esta ciudad y muy próxima al lugar donde vivo, por lo que
allí me dirijo con el original y la fotocopia correspondiente. Dicho documento,
no es más que un justificante de haber pagado una tasa por la expedición de un
título que aún no se ha recibido.
Accedo a
la Facultad más próxima, donde una cola de dimensiones considerables me espera,
a la par que un sofocante calor que hemos de soportar, pese a la evidencia del
sistema de aire acondicionado existente, por lo que los que allí presentes, más
que esperar desesperamos, utilizando los documentos que llevamos a modo de
improvisados abanicos. Después de media hora de espera me toca el turno. Lo
siento, se ha equivocado de facultad – se trata de certificar que la fotocopia
es fiel reflejo del original y no de si se expidió en una u otra facultad –
debe ir a la que le corresponde. Media hora perdida.
Así lo
hago y me encuentro con una cola de muy superiores dimensiones a la anterior, y
con el mismo asfixiante calor y los mismos abanicos. Cuarenta minutos después
me corresponde el honor de acercarme a la ventanilla, expongo el asunto y me
dicen que he de pagar las tasas correspondientes - lo ignoraba, sinceramente, el documento no
era mío y hace mucho tiempo que no iba por allí – pero que no se pagaban allí,
sino en el banco, que afortunadamente tenía una oficina dentro del Campus.
Cuarenta minutos perdidos.
Logro
encontrar la oficina después de preguntar varias veces. Me encuentro con una
considerable fila de paganos, pero con un aire acondicionado que hace agradable
la espera de veinte minutos. Cuando me corresponde, me acerco con el papelito
que me han dado y en el que ahora sí, dado el hecho de que no lo he rellenado y
de que así me lo advierten, encuentro una cifra que ya figuraba y que me deja
desagradablemente sorprendido. Tengo que pagar once euros, exactamente diez con
cuarenta y tres euros por estamparme un sello. Veinte minutos más otros veinte
de ida y vuelta, cuarenta minutos más y once euros menos.
Regreso
de nuevo con un cabreo impresionante y de nuevo me hallo ante una fila mayor
que la anterior al igual que la temperatura ambiente. Otros cuarenta minutos
después, me acerco a la ventanilla, le entrego el justificante del pago de las
puñeteras tasas, el documento original y la fotocopia. Una mirada a ambos
papeles, un sello y una rúbrica, total, treinta segundos.
Dos horas
y cuarto después, salgo de la facultad con el documento compulsado. Hago
cuentas, y el trabajo desarrollado por el compulsador oficial, sale a cientos
veinte euros la hora, bastantes menos de los cuatro o cinco euros hora que
cobran tantos “afortunados” trabajadores de tantas actividades en este
desafortunado País. Un abuso sin paliativo de ningún tipo, sin justificación
alguna y más si tenemos en cuenta que se trata de un documento que una universidad
puede solicitar a otra y sobre todo porque hay una ley que asegura que todo
documento en poder de la administración, no tiene por qué aportarla el
ciudadano.
Con la voracidad recaudadora de la administración hemos
topado, así como con la insaciable burocracia de un País, que sigue adoleciendo
de una modernidad que no parece echar de menos.
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