martes, 4 de marzo de 2014

LA FLECHA DEL TIEMPO

La historia de la Humanidad se caracteriza por un continuo y denodado esfuerzo por seguir la flecha del tiempo, esa que marca nuestro destino, siempre en la misma dirección, hacia delante, en la que la unidad espacio-tiempo, inseparables ambos según demostró Einstein y que la física moderna acepta unánimemente, como una realidad demostrable e inmutable, que nos conduce irremediablemente en el mismo sentido, en un vertiginoso viaje en el que se embarcó el universo hace catorce mil millones de años, cuando comenzó a expandirse en su loca carrera por ensanchar sus fronteras, dejando a su paso la materia estelar condensada que formaría los astros y las galaxias, sin detener su imparable movimiento cada vez más veloz a medida que se expandían y se alejaban entre ellas, hasta que hace cuatro mil quinientos millones de años se formó la Tierra, planeta que aún tuvo que esperar hasta hace unos pocos minutos, en términos astronómicos, para que esa portentosa y tenaz actividad inteligente llamada vida, se abriese camino con vigorosa fuerza.
Habrían de pasar inmensos períodos de tiempo desde que aparecieron los primeros seres vivos en el mar, hasta que el primer ser humano comenzó a labrar los campos y habitar las ciudades y con ello transformar su vida nómada y trashumante en sedentaria y estable, dando lugar así al comienzo de la historia, que tradicionalmente se considera desde que aparece el primer documento escrito hasta nuestros días, aunque de forma real y fehaciente la misma se sitúa varios siglos más atrás, de los que tenemos conocimiento gracias a los restos que quedaron del paso de los viajeros del tiempo que habitaron los campos y las tierras de un planeta virgen por entonces, que nos dejaron las huellas de su paso, en forma de construcciones, objetos de utilidad cotidiana y otros utensilios que nos han permitido reconstruir, sin documentos escritos que lo avalen, la historia que quedó atrapada entre los restos que nos legaron.
Hasta la invención de la imprenta en el siglo XV, la humanidad progresó lenta y paulatinamente, con cortos períodos de paz entre continuas guerras que desangraron el mundo conocido, que apenas encontraba respiro para un progreso ralentizado que se estancó durante siglos. Fue con la llegada del Humanismo y el Renacimiento, cuando el hombre despertó de su largo letargo, saliendo de la oscuridad, la ignorancia y el valle de lágrimas en el que estuvo sumido durante largos siglos, para descubrir la luz que le proporcionó el conocimiento al que fue teniendo acceso lentamente, con el aprendizaje de la escritura y la lectura y con el consiguiente cambio de mentalidad al que estas herramientas contribuyeron y que le condujeron a concebir el mundo y los fenómenos naturales como algo explicable y científicamente razonado, llevándole de esta manera a la modernidad y a la revolución industrial, durante la cual se dieron tales cambios en todos los órdenes, que motivó el hecho de que se avanzase más en un siglo que en todo el pasado de la Humanidad.
Pero la historia no ha sido un continuo, incesante e ininterrumpido salto hacia adelante, ni ha supuesto un prolongado, constante e imparable avance, con continuas e imparables mejoras que ni ha sido un camino de rosas para una Humanidad que ha podido contemplar cómo los vaivenes sociales, políticos, económicos y culturales han jalonado su historia con avances y retrocesos, que en el presente, y desde una perspectiva histórica, se nos presentan como irreales, cuando el progreso que experimentamos parece haberse instalado definitivamente en nuestras vidas, con una pujante tecnología que parece no tener meta ni fin a la vista, en un imparable, obstinado y veloz viaje hacia un futuro incierto e imprevisible.

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