martes, 18 de marzo de 2014

LA MIRADA IMPACTANTE

Hay imágenes que se quedan grabadas para siempre en la retina de quien las contempla, como esculpidas a fuego, estampadas por una poderosa fuerza vital que las convertirá en indelebles, imposible desalojarlas de la mente, donde quedarán almacenadas como vigorosas y pétreas marcas que dejan su férrea huella hasta el final de los días de quien ha osado desafiar con su mirada una realidad que le rodea a su pesar, que quisiera obviar dejándola al margen, como si no existiera, como si fuera una imagen virtual, inexistente de hecho, una ilusión, una vaga alusión incierta e imaginada, una irrealidad que desearía tomar forma corpórea, material, sustancial y determinada, pero que rechazamos, porque ofende a nuestra sensibilidad y a una capacidad de entendimiento que no desea comulgar con aquello que le resulta desagradable y embarazosamente molesto, susceptible de trastocar la concepción de un mundo que se ha creado para sí mismo y que de ninguna manera quisiera ver alterado en lo más mínimo.
Por eso volvemos la mirada cuando contemplamos los destrozos que vemos cada día, no sólo en los medios de comunicación, sino en nuestro espacio vital más próximo, cada vez con mayor frecuencia, hasta el punto de preguntarnos si lo que está sucediendo no es una representación dramatizada, alejada de una realidad que no somos capaces de asimilar, porque se desarrolla a nuestro alrededor, en nuestra proximidad más inmediata, donde no deberían caber semejantes sucesos que calificamos de extraordinarios e impropios de un lugar, de un tiempo y de un País que no sale de su asombro ante los cambios que está experimentando una sociedad en proceso de cambio, que no se reconoce ni a sí misma.
Porque no estamos acostumbrados a visualizar la miseria tan próxima, tan visible, tan real, en un País que se considera inmerso en la modernidad, de una forma palpable e incontestable, pero que ve cómo va perdiendo calidad de vida en los últimos años, fruto de un acoso permanente e insaciable, por parte de las clases gobernantes hacia unos ciudadanos que están pagando los platos que otros han roto, haciéndolo además, de una manera insultante, por soberbia y arrogante, sin vacilación alguna, como si no les cupiera duda alguna de que las clases sociales más bajas, los trabajadores, tienen la culpa de todos los desatinos, en forma de derroches, corruptelas y excesos sin cuento que han asolado a este País en los últimos tiempos.
Pasear por Madrid, pongo por ejemplo, por el centro de la ciudad, por su principales calles, sus amplias y soberbias plazas y vías, contemplar los numerosos escaparates rezumando lujo y esplendor, los grandes almacenes, bares, restaurantes, cines y teatros, que salpican el entorno por doquier, es un espectáculo que se graba y se retiene con agrado, porque agrada a la vista de los numerosos viandantes que se detienen a contemplar unas imágenes amables que deleitan y entretienen a la vez.
Descender al mundo subterráneo, por donde circulan los trenes que trasladan de un punto a otro de la ciudad, el conocido y popular metro, y alejarse de ese centro de la ciudad que halaga la vista y el espíritu, para emerger de nuevo a la superficie, en el extrarradio, en las afueras, en los barrios periféricos, léase Carabanchel, Vallecas, Villaverde, Usera, Latina y otros que podríamos citar, es trasladarse a otro mundo, que no posee ningún parangón con lo antes visto, con intrincadas calles, estrechas, deterioradas y sucias, que se cruzan una y otra vez entre infinidad de bloques apiñados, con pequeños portales que albergan una ingente cantidad de infraviviendas. Es imagen del contraste, impactante, la de la dejadez y el abandono.

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