Hay imágenes que se quedan grabadas para siempre en la
retina de quien las contempla, como esculpidas a fuego, estampadas por una
poderosa fuerza vital que las convertirá en indelebles, imposible desalojarlas
de la mente, donde quedarán almacenadas como vigorosas y pétreas marcas que
dejan su férrea huella hasta el final de los días de quien ha osado desafiar
con su mirada una realidad que le rodea a su pesar, que quisiera obviar
dejándola al margen, como si no existiera, como si fuera una imagen virtual,
inexistente de hecho, una ilusión, una vaga alusión incierta e imaginada, una
irrealidad que desearía tomar forma corpórea, material, sustancial y determinada,
pero que rechazamos, porque ofende a nuestra sensibilidad y a una capacidad de
entendimiento que no desea comulgar con aquello que le resulta desagradable y
embarazosamente molesto, susceptible de trastocar la concepción de un mundo que
se ha creado para sí mismo y que de ninguna manera quisiera ver alterado en lo más
mínimo.
Por eso volvemos la mirada cuando contemplamos los
destrozos que vemos cada día, no sólo en los medios de comunicación, sino en
nuestro espacio vital más próximo, cada vez con mayor frecuencia, hasta el
punto de preguntarnos si lo que está sucediendo no es una representación
dramatizada, alejada de una realidad que no somos capaces de asimilar, porque
se desarrolla a nuestro alrededor, en nuestra proximidad más inmediata, donde no
deberían caber semejantes sucesos que calificamos de extraordinarios e
impropios de un lugar, de un tiempo y de un País que no sale de su asombro ante
los cambios que está experimentando una sociedad en proceso de cambio, que no
se reconoce ni a sí misma.
Porque no estamos acostumbrados a visualizar la
miseria tan próxima, tan visible, tan real, en un País que se considera inmerso
en la modernidad, de una forma palpable e incontestable, pero que ve cómo va
perdiendo calidad de vida en los últimos años, fruto de un acoso permanente e
insaciable, por parte de las clases gobernantes hacia unos ciudadanos que están
pagando los platos que otros han roto, haciéndolo además, de una manera
insultante, por soberbia y arrogante, sin vacilación alguna, como si no les
cupiera duda alguna de que las clases sociales más bajas, los trabajadores,
tienen la culpa de todos los desatinos, en forma de derroches, corruptelas y
excesos sin cuento que han asolado a este País en los últimos tiempos.
Pasear por Madrid, pongo por ejemplo, por el centro de
la ciudad, por su principales calles, sus amplias y soberbias plazas y vías,
contemplar los numerosos escaparates rezumando lujo y esplendor, los grandes almacenes,
bares, restaurantes, cines y teatros, que salpican el entorno por doquier, es
un espectáculo que se graba y se retiene con agrado, porque agrada a la vista
de los numerosos viandantes que se detienen a contemplar unas imágenes amables
que deleitan y entretienen a la vez.
Descender al mundo subterráneo, por donde circulan los
trenes que trasladan de un punto a otro de la ciudad, el conocido y popular
metro, y alejarse de ese centro de la ciudad que halaga la vista y el espíritu,
para emerger de nuevo a la superficie, en el extrarradio, en las afueras, en los
barrios periféricos, léase Carabanchel, Vallecas, Villaverde, Usera, Latina y otros
que podríamos citar, es trasladarse a otro mundo, que no posee ningún parangón
con lo antes visto, con intrincadas calles, estrechas, deterioradas y sucias,
que se cruzan una y otra vez entre infinidad de bloques apiñados, con pequeños
portales que albergan una ingente cantidad de infraviviendas. Es imagen del
contraste, impactante, la de la dejadez y el abandono.
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