Muy lejos quedan los tiempos
aquellos, cuando nuestros padres manifestaban su temor ante la situación a la
que habría que enfrentarse este País cuando el Dictador, que durante cuarenta
años lo manejó con puño de hierro, ya no formase parte de los vivos, cuando su
ausencia, pensaban y temían, podría provocar que la paz que disfrutaban sería
sin él imposible de mantener en un futuro que veían imposible sin su presencia,
en un País que apenas había tenido
tiempo de saborear una democracia, que bajo la forma de República había sido
elegida libremente por los ciudadanos de una España sumida en el atraso y el
subdesarrollo más espantosos y que deseaba vivir en libertad con un ansiado y
necesario progreso económico, político, social, cultural y en todos los
órdenes, que se le venía negando desde el principio de los tiempos y que tenía
justo, legal y pleno derecho.
Después de numerosos
sobresaltos en forma de conflictos varios, los ciudadanos fueron por fin
llamados a las urnas, que dio como resultado la proclamación de la Segunda
República el 14 de abril de 1931, en sustitución de la monarquía de Alfonso
XIII, y que estuvo vigente hasta el 1 de abril de 1939, con el triunfo de los
golpistas, inaugurándose así una dictadura de casi cuarenta años, durante los
cuales España quedó sumida en la oscuridad más tenebrosa, suspendiéndose todas
las libertades democráticas e iniciándose un período dictatorial que alejó el
País de Europa y el resto del mundo, encerrándose en sí mismo lo que conllevó
un retraso social, político y cultural que duró hasta el año 1975, fecha de la
muerte del Dictador, año en el que fue proclamado el presente Rey, que
culminaría con las primeras elecciones generales en el año 1977 y con la
proclamación de la Constitución Española en 1978.
Hoy, cuarenta años después,
existen en nuestro País territorios que no encuentran acomodo en una
Constitución que continúa inamovible desde entonces, así como una parte de la
población ciudadana que reclama cambios que no deberían provocar suspicacias ni
temores injustificados por quienes la consideran intocable e inmutable, en un
ejercicio de inadaptación a un País, a una sociedad y a un mundo en continuo e
imparable proceso de cambios que exigen respuestas por parte de quienes ostentan
los poderes públicos.
Por muchos esfuerzos que se
dediquen a tratar de evitar la controversia permanente acerca de una Monarquía
en horas bajas, inmersa en una serie de problemáticas de índole diverso, que le
han originado un descrédito imparable y progresivo, se hace cada vez más
necesario, y más aún ahora con la abdicación del Rey, plantear una consulta que
dilucide si los ciudadanos desean que esta institución continúe o se instaure
una República, la tercera, que sería la nueva forma de gobierno del Estado
Español.
Parece mentira, pero aún quedan
suspicacias y viejos temores, fruto del desconocimiento, en cuanto a la
institución republicana, que tan malos recuerdos parece traer a estas alturas a
una parte de la población, que aunque minoritaria, aún vivió de cerca aquellos
tiempos o a quienes ha heredado de ellos una cierta repulsión no justificada
hacia la forma de gobierno que hoy en día existe en numerosos países como
Francia, Alemania, Italia o Estados Unidos, por citar algunos de ellos.
La contestación y la puesta en
cuestión de la Monarquía son indudables, y la respuesta de la sociedad en
cuanto a la consulta que dilucidara si Monarquía o República, es cada vez mayor
y con el tiempo irá creciendo. La Constitución se modernizaría, y la democracia
saldría reforzada. Sin duda valdría la pena.
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