Son los grandes olvidados, los
excluidos de una sociedad que parece haberse desentendido de ellos, cuando tantas
veces proclamamos a los cuatro vientos, la manida, cansina, petulante y falsa
proclama, de que los jóvenes son el futuro, de que el País está en sus manos.
Proclamamos una y otra vez que
representan el porvenir de un País, de su sociedad, de su bienestar social,
político, económico, tecnológico, de su desarrollo a todos los niveles, de la
supervivencia misma que garantiza su devenir histórico.
De su quehacer futuro, de su
capacidad para intervenir en la transformación de una sociedad en continuo
cambio, más o menos próximo, más o menos profundo, que necesariamente va a
depender nuestra supervivencia, ya sea por acción u omisión.
Bien porque intervengan
activamente como sujetos decisorios, o porque lo hagan de forma pasiva, sin
formar parte de los cuadros directivos, productivos o consumidores netos, que
repercutan positivamente en el producto interior de un País que los necesita
con urgencia.
Ni siquiera las recientes
candidaturas ciudadanas, que tanto éxito han tenido en las urnas en las últimas
elecciones municipales y autonómicas, parecen haberse ocupado de ellos.
Apenas les han dedicado unas
líneas en sus vibrantes e innovadores programas, que no han logrado destacar ni
llegar, ni mucho menos influir en una opinión pública, que parece haberse
rendido ante un problema, grave, extremadamente serio y trascendental para el
futuro de una nación.
Y sin embargo nos atañe a
todos, tengamos o no hijos en edad laboral. Más tarde o más temprano, esta
delicadísima situación nos estallará en las manos si no somos capaces de
proporcionar una ocupación efectiva a millones de jóvenes que no pueden esperar
más para integrarse en un proceso productivo, que además los necesita
perentoriamente.
¿Cómo podemos permitirnos el
lujo de prescindir de la nueva, preparada y vital savia joven que representan?
¿Cómo podemos excluirlos de un futuro que es suyo, que les corresponde por
derecho propio?
¿Cómo van a subsistir, material
y anímicamente, insertos en una frustración permanente que les produce un
pesado y letal sentimiento de inutilidad, de generación perdida, sin
perspectivas de futuro?
¿Cómo van a poder asegurarse
las pensionas, no ya para ellos, que harto difícil lo tienen, sino para el
resto de los pensionistas, si los jóvenes no cotizan?
¿Permitiremos que tengan que
salir de su País, los pocos que puedan hacerlo, en un hipócrita intento de
tratar de justificarlo como una experiencia personal, a riesgo de ser
explotados como lo fueron sus antepasados?
¿Dejaremos que el talento de
muchos jóvenes formados aquí, desarrollen su creatividad, lejos, en otros
países, dónde se los valorará en la justa medida que nosotros hemos sido incapaces
de reconocer?
Son preguntas que llevamos
haciéndonos demasiado tiempo, sin una respuesta clara y determinante. No
podemos por lo tanto demorarlo por más tiempo. De ello depende el porvenir de
los jóvenes y por ende, el de nuestro País.
Quizás pueda parecer que se
están acomodando, adaptando a una situación que es del todo inaceptable. Pero no
es así. Es más bien la actitud de quienes se sienten olvidados y marginados por
una sociedad absurda que no los valora.
Es la desesperación y el
desánimo lo que les conduce adoptar esas formas, esas maneras que a veces criticamos,
y que somos incapaces, no ya de analizar, sino de lo que es mucho peor, de
escuchar y de elaborar una respuesta creíble y adecuada. Somos incapaces de
proporcionales una esperanza ilusionante que les haga creer en que existe un
futuro prometedor.
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