Durante siglos, la construcción
de las majestuosas catedrales a cargo de los sabios maestros de obra, de
oficiales de gremios, artesanos y albañiles, conllevaba una duración tal, que
en la mayoría de los casos superaba varias centurias desde que se colocaban los
cimientos y los primeros sillares de la cabecera y las naves, hasta que se
culminaba la soberbia obra.
Cuando siglos después comienza la
edad llamada contemporánea, con la aparición de las máquinas y la consiguiente
revolución industrial, el mundo sufre una catarsis colectiva tal, que le
llevaría a una febril actividad que desembocaría en la actual modernidad, que
podríamos dar en llamar la era de la velocidad, por la loca y disparatada rapidez
con que todo se sucede a todos los niveles en cuantas actividades ocupan en
nuestra ajetreada procelosa vida.
Contemplamos con asombro, cómo
gigantescos edificios de cientos de plantas, con acumulación y empleo de tantos
materiales como aquellas portentosas catedrales, pero carentes de su espléndida,
eterna y espectacular belleza, son erigidos en apenas unos meses.
Gigantes en busca de un cielo que
parecen querer alcanzar, en un esfuerzo fútil y absurdo, que no lleva sino a
una simple y forzada mirada hacia las alturas, para descubrir su total ausencia
de gracia, su monótona y uniforme estética, que no logra atraer la atención de
nadie, salvo para sentirnos atrapados e inmensamente pequeños bajo sus
siniestras fauces de cristal.
Trasladando estas situaciones a
otros órdenes de la vida, hallamos ciertos paralelismos en la política, cuando contemplamos,
ya si un ápice de rubor, cómo determinados grupos políticos con apenas dos años
de historia, pretenden llegar al poder, en una ceremonia de la confusión que
nos asombra y nos sorprende por muy escépticos que nos creamos, pugnando por
desplazar a un PSOE, con ciento treinta y siete años de historia a sus
espaldas.
Lo mismo sucede a nivel personal,
cuando personajes políticos que han saltado en el curso de poco más de un año
de trabajar en una empresa de trabajo temporal – en el caso que cito - a
ostentar la portavocía en el Congreso, tal como ha sucedido con un conocido
personaje de sonoro y explícito apellido, propio de una novela picaresca,
perteneciente a un partido político catalán.
Y qué decir de tantos
representantes del mundo de la farándula y el espectáculo, léase los llamados
triunfitos, que de la noche a la mañana, merced a un concurso televisivo y en
un par de semanas, pasan de la más desconocida de las incógnitas a la más
estruendosa popularidad y fama, que a los equivalentes profesionales de siempre,
les llevó años conseguir para saltar a un reconocimiento público de su ardua
labor y su incesante y pertinaz trabajo durante tan largo periodo de tiempo.
La acertada y popular expresión
de que las prisas son malas consejeras, cobra toda su erudita carga de
veracidad en los supuestos aquí expuestos. Recuerdo haber escuchado en una
conferencia a un arquitecto, que además ejercía de profesor de arte, cómo
lamentaba la contemplación de muchas reconstrucciones de elementos
arquitectónicos en edificios históricos de alto valor cultural, debido
fundamentalmente a la velocidad con que dichas rehabilitaciones se llevaban a
cabo, en lugar de dedicarles tiempo, amor y paciencia, como la que derrocharon
los maestros artesanos que las labraron y mimaron en origen.
Sin embargo, si algo apremia en
este momento en la vida política nacional, si se necesita con urgencia una
solución que desatasque el actual estado político en el que nos encontramos,
ese algo se caracteriza por la celeridad, la presteza y una premura necesarias
para salir del atolladero en el que nos hallamos, y que en el fondo tampoco
contradice la recomendación siempre sabia de hacer las cosas pausada y relajadamente,
ya que nuestros representantes llevan ya demasiado tiempo sin haber logrado
acuerdo alguno.
Es por ello, que en este caso las
prisas son nuestras mejores aliadas. Pura contradicción.
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