lunes, 22 de agosto de 2016

CONTRA EL RELOJ

Durante siglos, la construcción de las majestuosas catedrales a cargo de los sabios maestros de obra, de oficiales de gremios, artesanos y albañiles, conllevaba una duración tal, que en la mayoría de los casos superaba varias centurias desde que se colocaban los cimientos y los primeros sillares de la cabecera y las naves, hasta que se culminaba la soberbia obra.
Cuando siglos después comienza la edad llamada contemporánea, con la aparición de las máquinas y la consiguiente revolución industrial, el mundo sufre una catarsis colectiva tal, que le llevaría a una febril actividad que desembocaría en la actual modernidad, que podríamos dar en llamar la era de la velocidad, por la loca y disparatada rapidez con que todo se sucede a todos los niveles en cuantas actividades ocupan en nuestra ajetreada procelosa vida.
Contemplamos con asombro, cómo gigantescos edificios de cientos de plantas, con acumulación y empleo de tantos materiales como aquellas portentosas catedrales, pero carentes de su espléndida, eterna y espectacular belleza, son erigidos en apenas unos meses.
Gigantes en busca de un cielo que parecen querer alcanzar, en un esfuerzo fútil y absurdo, que no lleva sino a una simple y forzada mirada hacia las alturas, para descubrir su total ausencia de gracia, su monótona y uniforme estética, que no logra atraer la atención de nadie, salvo para sentirnos atrapados e inmensamente pequeños bajo sus siniestras fauces de cristal.
Trasladando estas situaciones a otros órdenes de la vida, hallamos ciertos paralelismos en la política, cuando contemplamos, ya si un ápice de rubor, cómo determinados grupos políticos con apenas dos años de historia, pretenden llegar al poder, en una ceremonia de la confusión que nos asombra y nos sorprende por muy escépticos que nos creamos, pugnando por desplazar a un PSOE, con ciento treinta y siete años de historia a sus espaldas.
Lo mismo sucede a nivel personal, cuando personajes políticos que han saltado en el curso de poco más de un año de trabajar en una empresa de trabajo temporal – en el caso que cito - a ostentar la portavocía en el Congreso, tal como ha sucedido con un conocido personaje de sonoro y explícito apellido, propio de una novela picaresca, perteneciente a un partido político catalán.
Y qué decir de tantos representantes del mundo de la farándula y el espectáculo, léase los llamados triunfitos, que de la noche a la mañana, merced a un concurso televisivo y en un par de semanas, pasan de la más desconocida de las incógnitas a la más estruendosa popularidad y fama, que a los equivalentes profesionales de siempre, les llevó años conseguir para saltar a un reconocimiento público de su ardua labor y su incesante y pertinaz trabajo durante tan largo periodo de tiempo.
La acertada y popular expresión de que las prisas son malas consejeras, cobra toda su erudita carga de veracidad en los supuestos aquí expuestos. Recuerdo haber escuchado en una conferencia a un arquitecto, que además ejercía de profesor de arte, cómo lamentaba la contemplación de muchas reconstrucciones de elementos arquitectónicos en edificios históricos de alto valor cultural, debido fundamentalmente a la velocidad con que dichas rehabilitaciones se llevaban a cabo, en lugar de dedicarles tiempo, amor y paciencia, como la que derrocharon los maestros artesanos que las labraron y mimaron en origen.
Sin embargo, si algo apremia en este momento en la vida política nacional, si se necesita con urgencia una solución que desatasque el actual estado político en el que nos encontramos, ese algo se caracteriza por la celeridad, la presteza y una premura necesarias para salir del atolladero en el que nos hallamos, y que en el fondo tampoco contradice la recomendación siempre sabia de hacer las cosas pausada y relajadamente, ya que nuestros representantes llevan ya demasiado tiempo sin haber logrado acuerdo alguno.
Es por ello, que en este caso las prisas son nuestras mejores aliadas. Pura contradicción.

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