Hace ochenta años, una cálida y
triste madrugada de agosto, los estrellados y límpidos cielos de granada
contemplaron con horror, indignación y pena, cómo unos inhumanos y crueles
asesinos segaban la vida de Federico García Lorca.
¡Que no quiero verlo! Muertos
quedaron sus ojos, diamantes de pura vida, que derrochó a grandes tragos, cual
si supiera que un día, una aciaga madrugada, antes de llegar el alba, su vida
entregaría, en brazos de las estrellas, y a lomos de cien jinetes, oscuros como
él quería. ¡Que no quiero verlo.
No puede describirse con palabras
la inmensa y profunda tristeza con que los cielos, únicos testigos de la
ignominia y la maldad allí cometidas, acogieron la visión del poeta traspasado
por el odio y el rencor del duro metal, que dejó a Federico mortalmente herido,
en medio de un atronador silencio de oprobio y denuncia ante la barbarie allí
cometida.
La luna, su luna, la luna de los
gitanos no ha dejado de llorar desde entonces. Desconsolada, vivió y sufrió su
noche más triste, y desde entonces no ha cesado su doloroso llanto, su honda
tristeza, su pena, su congoja y su más profundo y desgarrado espanto
Allí quedó para siempre. Allí
reposa Federico. El poeta, el más sensible, tierno y delicado ser humano, que
ha conocido Granada, de cuyas entrañas nació y adonde volvió resuelto en espuma
de mar, en alegría de vivir, en versos y en una vibrante poesía que llenará
eternamente el corazón de quienes como él, son capaces de trocarlo en collares
y anillos blancos.
Junto a un olivo murió, en el
camino de Víznar a Alfacar, al lado de un barranco, a las puertas de Granada.
El mismo árbol al que Miguel Hernández cantó, el de los troncos retorcidos de
la Andalucía que tanto amaba, la del olivar, los toros , el flamenco y el
intenso y fragante olor de las flores de azahar.
Que ochenta años no es nada si
volviera Federico, se oye a los gitanos cantar. Desde la Alhambra al Albaicín y
de allí al Sacro Monte, que lo recogerá en sus cuevas con alma y cuerdas de
guitarra para llevarlo a las cimas más altas de Sierra Nevada, para que todos
escuchen, para que todos distraigan en su corazón y en su mente, el lamento de
Granada.
Cómo pudieron albergan tanto odio
en sus entrañas, aquellos malhadados seres dueños del rencor y la venganza,
contra un alma tan pura como la de un poeta capaz de elevar su poesía hasta las
alturas donde sólo los dioses habitan.
Devolvedme a Federico, deidades
del paraíso, retornadlo a Fuente Vaqueros, dónde nació un mes de junio, para
que siga alegrando las noches de plenilunio, iluminándolo todo con su sonora risa
y bañando con su voz, la fértil vega de Granada, por donde discurre el Genil,
con murmullos de guitarra.
Del romancero gitano a poeta en
Nueva York, hay un mundo de versos decididos en lunas, gitanos y flamenco, de
toreros como Ignacio, de apellido Sánchez Mejías, de Yerma y de Bernarda, Alba
para más señas, y de bodas y de sangre, y de Rosita la soltera, y de la música
de Falla, el arte de Margarita Xirgu y la voz de su bien querida Argentinita.
Quiso tanto que sufrió lo
indecible, como reflejan algunos de sus más sentidos versos que derrochan dolor
a raudales ante tanto amor insatisfecho. Cruzó el ancho océano para conocer ese
mundo que le tenía intrigado, para allí descubrir sorprendido un maremágnum de
máquinas, frío acero y negros esclavos, que destacó y cantó con ruda y noble dureza,
hasta viajar más al sur, donde se habla su lengua, y allí fue testigo
involuntario de cuanta adoración por él sentían y de cuanto amaban su delicada grandeza.
No morirá Federico, así pasen mil
años, mientras nos acompañe su voz. La misma que nos ha sido negada a la
posteridad, pero que quienes la oyeron, afirman que era grave y potente,
desprovista de matices metálicos, ancha y líquida, bien timbrada, de sonora,
abierta y contagiosa carcajada, la misma que gozaron y disfrutaron los
afortunados que decían quedar atrapados cuando reía, cantaba y recitaba poesía,
historias y leyendas, cuentos y textos clásicos y de su Andalucía.
Dotado de un poderoso magnetismo
y de una memoria prodigiosa, derrochaba encanto y una espontánea y sincera
alegría, que quienes bien le conocieron, afirman que era una capacidad natural,
sin fingimiento alguno, que salía de lo más profundo de su corazón de músico,
que fue su primera querencia, que amaba el piano, la guitarra y el flamenco de
verdad, el auténtico, el canto primitivo andaluz, el cante jondo.
Y el duende de Federico que él
poseía a raudales, ese don que se tiene o no se tiene, tan difícil de definir
con palabras, pero del que él decía: “el duende es un poder y no un obrar, es un
luchar y no un pensar; no hay posible emoción sin la llegada del duende”.
Mataron a Federico / cuando la
luz asomaba / el pelotón de verdugos / no osó mirarle la cara / todos cerraron
los ojos / rezaron: ni Dios te salva /. Versos de Antonio Machado, como tantos otros
que le dedicaron poetas del mundo entero, como los de su generación, la del
veintisiete, que hondamente le lloraron, como lo hicieron los gitanos, su Andalucía,
su Granada, y como ochenta años después, le está llorando su España.
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