Recorro
con mi ávida mente los innumerables tesoros de esta preciosa ciudad, que la
convierten en una de las más hermosas del mundo, y que una vez más quiero dejar
constancia del hecho de que considero que no está suficientemente
reconocida como tal, hecho que vengo
constatando desde hace ya demasiado tiempo, sin que pueda vislumbrar un cambio que
constate un renovado impulso por dar a conocer en el mundo esta maravillosa ciudad,
en un sentimiento que puede pecar de
excesivo, pero que es sincero y noble, que interiorizo como un lamento y
expreso como un pesar, y que necesito
airear a los cuatro vientos, para que ellos lo hagan llegar a cuantos rincones ahora
no consigue alcanzar.
Me
detengo en casa uno de los tesoros que alberga y los contemplo asentados
firmemente en sus centenarios
cimientos, anclados a ellos con una firme determinación de permanecer mil años
más, sin inmutarse, sin mostrar duda alguna de ello, como si quisieran dejar constancia
de su firme decisión de mostrar al mundo su atractivo incomparable que los
siglos no han conseguido borrar, sino ahondar en las mentes de las gentes para profundizar
en el amor por el arte y en el disfrute de la belleza en general.
Y
así, llego hasta ese incomparable y sublime decano de nuestro inmenso
patrimonio y me postro a los pies del acueducto, imponente, majestuoso,
soberbia demostración de la capacidad del ser humano por impresionarse a sí
mismo, por afirmarse en sus convicciones de lograr lo imposible, lo inalterable
en el tiempo, la belleza que la sencillez y la dureza de la piedra manejada por
la mente humana puede manifestarse en una obra de titanes con manos y corazón
de arquitectos y canteros, con alma de artistas y sueños de poetas.
Lo
recorro despacio, saboreando cada piedra, cada arcada, cada huella depositada
por el tiempo en sus milenarios sillares, y desciendo a su base, a sus cansados
pies, a sus cimientos que soportan su prodigiosa verticalidad, en un alarde de
insólita y venerable capacidad de mantenerse así durante dos milenios,
asombrando al mundo que no cabe de gozo ante la expectativa de contemplarlo
durante mil años más.
Asombro
y admiración sin fin la de quién lo contempla tan indefenso, tan falto de unos
muros, pilares y arbotantes que lo mantengan firmemente asentado a tierra, como
lo hace nuestra espléndida y hermosa catedral con el amplio vuelo de su enorme
estampa desplegado sobre el suelo que ocupa y tantas otras maravillas que
contemplamos sin temor a que desfallezcan, a que sucumban bajo su inestabilidad
y su peso, bajo los efectos de la tiranía del tiempo, porque las vemos menos
indefensas, más sólidas, más estables, menos desprotegidas que el grandioso
acueducto, icono y emblema primordial y eterno, que no único, de Segovia, que disfruta
de su contemplación cada día que despierta, y que confía en su perpetua visión,
más allá de la efímera fugacidad de la dictadura del tiempo.
Protegerlo,
defenderlo, aislarlo de quienes con una
absoluta y despreciable falta de respeto lo maltratan con una ignorancia y una
insolencia culpable que es fruto de la incultura y la necedad, que no debemos
tolerar jamás. Se lo debemos a la magna obra, a sus autores, y a la cultura y el
arte del que este grandioso acueducto es digno, altivo y orgulloso
representante.
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