domingo, 30 de noviembre de 2008

REGRESO A LA INFANCIA

Son recuerdos de mi infancia los vividos en un leve pueblecito situado en la falda de Somosierra, en su vertiente Segoviana, rodeado de verdes prados y suaves praderas, de un río cubierto de hielo en invierno, del campo pintado de múltiples colores y salpicado de fragantes e intensos olores que aún puedo recordar.
La casa de mis abuelos, donde nací, tan entrañables, tan bondadosos a los que tanto quería. Vivían al lado de la escuela y durante el recreo iba a visitarlos y a tomar la rebanada de pan con aceite y azúcar o las patatas asadas en la lumbre baja que todos los días me preparaban.
Mis recuerdos parecen haberse detenido en dos estaciones que lo llenaban todo: los eternos inviernos de nieve perpetua y los largos días del verano cuando mis padres madrugaban para ir a segar los campos cubiertos de cereales que después se hacinarían en las eras para trillarlos en la parva, donde los cereales se colocaban para triturarlos con los trillos tirados por las vacas, de donde se obtenía el trigo, la cebada, la avena y el centeno, que después había que alventar.
Para los niños era un juego montar en los trillos dando vueltas y vueltas sobre el trigo hasta conseguir extraer su fruto separándolo de la paja o alventar después levantando paletadas de la mezcla para separar el trigo de la paja.
Se me han quedado grabadas para siempre las increíblemente luminosas noches de verano con el cielo cubierto de miles de estrellas. La Vía Láctea, el camino de Santiago se distinguía y se distingue con absoluta claridad, no así aquellas maravillosas noches con aquella brillantísima luna que hacía de la noche el día. Jugábamos al escondite entre las murallas de cereales apilados dispuestos para la trilla, y lo hacíamos hasta altas horas de la noche, con la luna siempre alumbrándonos con su brillante e inmaculada luz.
Recuerdos de los niños bañándonos en el río, junto a la frondosa pradera y al bosque cercano, los chapuzones, los días de pesca con mi padre pescando barbos con la red y los niños cogiendo ranas o pececillos debajo de las piedras.
Y por fin, casi sin darnos cuenta, llegaba el deseado invierno, largo, eterno, siempre esperado y bienvenido, nieve, siempre nieve cubriéndolo todo. La sierra, los campos, los árboles, las praderas, el río, los tejados de las casas, las eras donde los niños, haciendo rodar una piedra, conseguíamos una gigantesca bola de nieve que hoy se me antoja del todo imposible, como los carámbanos de hielo a modo de estalactitas que colgaban de los tejados y que chupábamos con fruición.
Recuerdos de la matanza, maravillosa fiesta familiar que duraba varios días con la familia reunida; la zambomba y los juegos para los niños, el despiece del cerdo, los chorizos, las morcillas y la brisca para los mayores y el relato de historias al amor de la lumbre que disfrutábamos todos. Las fiestas nos deparaban también días de disfrute e ilusión con los puestos donde vendían todo tipo de dulces. Recuerdo en especial las enormes garrotas de caramelo y los dulces que preparaba mi madre, el cordero, los enormes flanes, las castañas asadas. Dulces recuerdos.
La escuela, pequeñita, acogedora, con su estufa en el centro y sus pupitres de madera. El maestro, persona siempre entrañable y querida en el pueblo, respetado y admirado por los niños. El libro principal era la Enciclopedia Álvarez, donde se resumía todo el conocimiento que hoy se dispersa en innumerables libros. Muchos años más adelante, regresaría a ella, no como alumno, sino como maestro. Conservo unos preciosos recuerdos de las dos épocas.
Llegaba la navidad y con ella un tiempo de una plena y maravillosa emoción que nos embargaba profundamente. Lo vivíamos intensamente, cantábamos villancicos y vivíamos aquellos días con una intensa emoción pensando en los reyes que nunca nos defraudaban.
Y, sobre todo, recuerdo a mis padres, la tía María y el tío Marcelo. Mi madre lo llenaba todo con su presencia, con su energía, con su bondad. Siempre dispuesta a ayudar a los demás; es de bien nacidos ser agradecidos, me decía. Mi padre, el Secretario del Ayuntamiento de varios pueblecitos de alrededor. En diciembre iba a la feria de San Andrés en Turégano y nos traía las primeras castañas. Con qué ilusión le esperábamos. Los dos decidieron irse viejecitos, en el mismo año, en invierno, con el frío, con la nieve y con la inmensa pena que me dejaron. Están los dos juntos en el pequeño cementerio junto a la iglesia del pueblecito que les vió nacer. Cuanto los hecho de menos.
Vuelvo al pueblo de vez en cuando, a la casa donde nos criamos mis hermanos y yo. Recorro sus habitaciones, subo a la cámbara, al palomar. Todo son recuerdos. Todo es un enorme vacío. Recuerdos de mis padres ausentes. Ausencia de su presencia, de su calor, de su cariño que tanto hecho de menos. Doy un paseo por el camino de Santa Marta que tantas veces recorrí con ellos, por las eras, por San Roque y llego hasta el cementerio. Charlo con ellos un rato y les digo que los quiero, que los hecho mucho de menos, y les doy las gracias por aquella feliz infancia que disfruté con ellos, bajo su protección y su cariño que nunca olvidaré.

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