lunes, 9 de agosto de 2010

2010 UNA ODISEA DEL ESPACIO PLAYERO

Año tercero desde el comienzo de la crisis, en la misma playa de la misma ciudad costera Levantina donde parece volvemos a coincidir las mismas caras que te parecen conocidas de años anteriores más las nuevas que se incorporan, no se si debido a, o pese a, la misma, y que alimentan aún más los comentarios ya habituales, tan manidos últimamente en el sentido de que pese a todo cada vez hay más gente – la verdad es que en la playa, encontrar un hueco es más complicado aún que el año anterior –. Una crisis que parece ser nadie ve materializada en la calle, como reflejaba un periódico de Estados Unidos cuyo enviado en Madrid se extrañaba de que no hubiese desórdenes callejeros y asaltos a los supermercados en un país con un veinte por ciento de paro. También nosotros nos lo preguntamos y lo justificamos con aquello de la economía sumergida, que como tal, no sale a flote para que pueda cuantificarse y que tampoco nadie parece interesado en llevar a cabo, pues aunque ilegal, tapa muchos agujeros, tanto de unos como de otros. Ya me entienden.
Aquí todo sigue igual que hace tres años, quizás con más gente aún, aunque es cierto que en los locales de ocio se adivinan más lugares y mesas libres, por lo que el consumo posiblemente ha disminuido aunque sea en pequeña proporción, lo cual no es extraño si tenemos en cuenta que no se han molestado en bajar los precios, a sabiendas quizás de la indolencia que suele arrastrarnos en este país a la hora de apretarnos el cinturón cuando de pasar las vacaciones se trata. Considero que en esta ocasión, y con tres años ya de crisis, se han equivocado y debido a ello se ven mano sobre mano, al menos a determinadas horas durante las cuales antes casi llenaban. La avaricia rompe el saco.
Hasta las inevitables gaviotas, tan familiares en este lugar, con sus característicos graznidos, parecen más próximas a nosotros cada año que pasa, y así, ahora, parecen más dispuestas a convivir entre la gente, paseándose por el suelo entre la multitud en el aparentemente más tranquilo e inactivo puerto, no sé si buscando alimento en forma de restos de comida, como si la crisis también les hubiera azotado a ellas o si lo que procuran es la proximidad de los veraneantes pensando en la larga soledad que les espera una vez acabado el verano.
Recorro el paseo marítimo, ya avanzada la tarde, cuando los veraneantes lo llenan casi al completo en su diario paseo de rigor y observo a los muchachos y muchachas de procedencia africana como copan el centro del mismo, extendiendo la manta sobre la que depositan ordenadamente los bolsos – todos ellos, como no, de primeras marcas – las gafas, zapatos, collares, relojes y todo tipo de bisutería, esperando el consabido regateo o en el peor de los casos la huída precipitada ante la llegada de la policía, que, como siempre, logran eludir – admira como tejen una red de espías que funciona admirablemente – detectándolos de inmediato, para volver al cabo de un rato a su lugar en un juego all ratón y el gato que parece pactado por ambas partes y que se desarrolla con absoluta naturalidad, tranquilidad y sosiego, como si formara parte de un espectáculo al que todos, incluidos los paseantes estuvieran acostumbrados y hubieran ensayado con asiduidad.
Siempre he sentido una irrefrenable simpatía por estas gentes, procedentes de múltiples países golpeados por una crisis permanente, chicos y chicas jóvenes, alegres y extremadamente amables y atentos, que soportan continuos regateos que en la mayoría de los casos acaban en nada, respondiendo una y otra vez a las mismas preguntas, con una perenne sonrisa. Son multitud y uno se pregunta cómo sobreviven, dónde residen, a qué se dedican el resto del día, de la temporada veraniega, del año en definitiva. Forman parte del paisaje de los paseos marítimos como los increíbles y admirables artistas que trazan tu rostro a la perfección en cuestión de minutos, sin apenas rectificar, o los mimos y las estatuas andantes, dotados todos ellos de una maravillosa aptitud para la representación callejera, dignos de todo elogio y consideración.
A ellos, últimamente, se han unido los modernos artistas del reclutamiento forzado de clientes destinados a ocupar las plazas libres en los restaurantes y demás zonas de ocio. Se colocan en la entrada de los mismos y se dirigen a los paseantes, potenciales clientes, sugiriéndoles las maravillas culinarias que podrán disfrutar si accediendo a su oferta deciden entrar. Te invitan a una sangría, te indican que aún les queda alguna que otra mesa libre y si te descuidas, exagerando un poco, te cogen del brazo y deciden por ti adonde vas a cenar.
Concluyamos con una posible e incierta explicación a esta situación económico-veraniega: las vacaciones son sagradas, y aunque reduzcamos las dos semanas de rigor a una sola, y las cervezas las tomemos en el apartamento, nadie va a hacer dejación de airear a los cuatro vientos que hemos estado en la playa, como todos los años, aunque nuestro incipiente bronceado nos delate, o no, ya que podríamos hacer horas extra en la playa, ya que, al fin y al cabo, todavía es gratis. Faltaría más.

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