lunes, 16 de agosto de 2010

SOMOS HIJOS DE LAS ESTRELLAS

No somos conscientes, ni por asomo, de que nos movemos a velocidad de vértigo surcando el Cosmos, el universo oceánico infinito y en continua expansión, a lomos de un pequeño planeta que no es sino un ínfimo punto de una inmensa galaxia, entre las miles de millones conocidas, y lo hacemos a lomos de una gigantesca nave espacial tripulada por seis mil millones de seres inteligentes, pertenecientes a una civilización que, en términos absolutos se considera avanzada, pero que en términos relativos, posiblemente estemos en los primeros albores, en un estado inicial de desarrollo, dado el hecho de que somos incapaces de vivir en paz, de respetar el preciado y maravilloso medio ambiente en el que nos desenvolvemos y con el que ha sido obsequiado este hermoso planeta Tierra.
Y es que para poder determinar nuestro grado de civilización, precisamos establecer una comparación con otras que sin duda existen en un universo de dimensiones tan colosales que la mente humana es incapaz de concebir. Pertenecemos a una galaxia con cien mil millones de estrellas, que no es más que una de la inmensa cantidad de las conocidas por el hombre, moviéndose a velocidades pasmosas, mientras que se van alejando, separándose las unas de las otras, seguramente para siempre, desde hace quince mil millones de años.
Carl Sagan, uno de los eminentes científicos pioneros en la exploración espacial y en la búsqueda de vida inteligente, acuñó la famosa frase: “somos hijos de las estrellas”. De ellas, afirmaba, procede toda la variada y valiosa vida que puebla nuestro afortunado planeta.
Nuestra estrella más próximo, el Sol, no es sino una estrella de tamaño medio, situado a la vuelta de la esquina en términos astronómicos. La siguiente más próxima, Alfa Centauri, se encuentra a casi cinco millones de años luz, lo que implica que la luz que emite, viajando a trescientos mil kilómetros por segundo, tarda en llegar a nosotros cinco años.
Contemplar un cielo estrellado en un lugar sin contaminación tanto atmosférico como lumínica, es uno de los espectáculos más apasionantes, hermosos y formidables que puedan existir y disfrutar en este mundo. Por desgracia esto no es posible en las ciudades, pero sí en las zonas rurales alejadas de los núcleos donde la espantosa contaminación propia de aquellas no se dan en éstas, favoreciendo así su majestuoso brillar nocturno.
La visión de miles de estrellas – en mi infancia solía tenderme de espaldas en el suelo para contarlas – supera cualquier otro espectáculo conocido. Con un brillo y un titilar inmaculados, nos invitan a su continua visión con un atractivo inimaginable. Si tenemos en cuenta las formidables distancias a las que se encuentran – las más alejas registradas por el hombre, se encuentran a miles de millones de años luz – algunas de ellas ya habrán consumido su combustible y se habrán apagado: sencillamente, ya no existirán, o se habrán convertido en agujeros negros, capaces de atraer y engullir, cuanto se encuentre en su poderoso radio de acción, incluida la luz.
Recientemente se ha descubierto un coloso del cosmos, de un tamaño que desafía toda inteligencia humana. Su masa equivale a trescientos soles, algo inimaginable e inalcanzable para nuestra escasa capacidad cerebral de la cual tanto nos vanagloriamos. Se pensaba, según los físicos teóricos, que no podrían existir estrellas que superasen cien veces la masa del sol. La sorpresa ha sido enorme, y eso que apenas conocemos nada del inconmensurable universo.
Basta un huracán, un terremoto, la formidable fuerza del mar, con sus maremotos, tsunamis, y simplemente tormentas que azotan las costas y derriban cuanto encuentran a su paso, para que nos sintamos indefensos, impotentes y ateridos de miedo ante semejantes y aterradoras demostraciones, ante las cuales nada podemos hacer. Y sin embargo, seguimos comportándonos como estúpidos e ignorantes seres que derrochan una ignorante soberbia ante el que creemos fabuloso potencial de una tecnología que nada puede hacer ante las poderosas fuerzas de la naturaleza que posee y atesora nuestro planeta.
Una única erupción solar que llegase a nuestro planeta acabaría con toda la vida existente en él en cuestión de minutos. No se molestará en unos cuantos miles de millones de años, y, por lo tanto, no será necesario, ya que al paso que nos desenvolvemos, mucho antes lo conseguiremos nosotros por nuestros propios medios.
Los astronautas, desde el espacio, son los únicos seres humanos que tienen el privilegio de contemplar el hermoso Planeta Azul desde el espacio exterior. Sólo ellos, pueden saber lo que se siente al ver un planeta tan sólo e indefenso rodeado de la oscuridad cósmica más absoluta. Envidio a ese número tan limitado que, imagino, han sentido, con su contemplación, la humildad más sincera y vibrante que jamás hayan experimentado en sus vidas.
Me siento pequeño, muy pequeño e insignificante ante la contemplación de una obra tan gigantesca como la del universo. Deberíamos dejar de formularnos las eternas preguntas de quienes somos, de donde venimos y adonde vamos, que a nada nos conducen. El universo lo vemos así, porque existimos. Ningún ser superior – por definición ya sería un absurdo - se hubiera molestado en crear un universo del que formaran parte los seres humanos. Los dioses no crearon a los hombres, sino los hombres a los dioses.

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