miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA SOLEDAD EN INVIERNO

Con la hermosa, imponente y nevada vista de Somosierra en la lejanía, casi rozándola con la mano, se alza mi pequeño pueblo centenario, adonde regreso de vez en cuando para echarle un vistazo a la casa que edificaron mis padres hace ya más de cincuenta años y que hoy se erige solitaria en invierno, como tantas otras, cuando sólo el intenso frío y las copiosas nevadas recorren sus ausentes calles, desangeladas, tristes y heladas pero que conservan su encanto rural, tranquilo, silencioso y que desatan en mí los recuerdos de los años de la infancia, del lugar donde nací y viví los primeros y más felices años de mi existencia.
Recorrer sus calles y callejuelas constituye un auténtico deleite para la vista y el espíritu siempre añorante. La memoria se desborda en recuerdos constantes de los lugares, los múltiples rincones, los espacios que me evocan tantas situaciones vividas, las casas de tanta gente que ya no está, que se han ido para siempre como mis queridos padres y tantos y tanta buena gente que recuerdo fielmente aún y que con profunda tristeza sé que jamás volveré a ver.
Paseo y me detengo en cada casa, en cada puerta que se hallan cerradas a cal y canto y atravieso sus gruesas y viejas paredes de piedra blanca y recorro sus estancias hoy lóbregas, frías y solitarias. Las recuerdo pese a los años transcurridos, por haberlas visto muchas veces en mi infancia. La casa de la Tía Julia y el tío Eufemio – utilizábamos ese tratamiento para todos los vecinos – a los que recuerdo siempre sonrientes, ella bajita, con el sempiterno vestido negro y pañuelo a la cabeza, él alto y desgarbado con un eterno sonreír. Siempre los saludaba, siempre entraba en su casa
De una sola planta, bajita, de gruesas paredes y pequeñas ventanas, con una pequeña entrada a modo de distribuidor. A la derecha la cocina, casi la habitación más grande de la casa, como en todas las casas antiguas, donde se pasaba la mayor parte del tiempo, sobre todo en invierno, con la lumbre baja que presidía la estancia. Un enorme arcón de madera donde se guardaban las hogazas de pan, una mesa con sus sillas y un armario. Al fondo la puerta de la escalera que llevaba a la cámbara o desván, a la izquierda la puerta del corral y a su derecha un saloncito y las alcobas. No se me olvidará jamás, como la casa de tantas otras gentes.
Mis recuerdos se detienen cuando paso por delante de una casa, que aún hoy sigue en ruinas, y que constituía para mí una obsesión invencible. Me paralizaba el miedo transitar por allí camino de la mía. Mi abuelo Pablo, me llevaba siempre. Me cogía de la mano y me iba hablando por el camino para darme ánimos. Tardé en superar aquellos miedos. No sé qué podía imaginar, qué pasaba por mi mente infantil, que fantasmas inventé que pudieran habitarla. Hoy sigo posando mi mirada en ella cuando a su lado paso y sonrío con nostalgia.
Siendo ya maestro de escuela, con poco más de veinte años me destinaron a mi querido pueblo, Duruelo – de Segovia, no de Soria, donde existe uno con el mismo nombre - Qué deliciosa ironía, volver a mi pueblo, a la misma escuelita, pero esta vez no de alumno sino de Maestro. Tenía ocho o diez niños con los que, en invierno nos sentábamos alrededor de la estufa y allí les daba las lecciones. Imborrables y hermosos recuerdos que me acompañarán siempre.
Mis padres ya no vivían allí, por lo que me alojé en casa de unos tíos míos, Fabiana y Virgilio a quienes recuerdo con verdadero cariño cuando paso por su casa, muy cerca de la mía. La tía Fabiana, delgada, nerviosa, siempre corriendo, el tío Virgilio, simpático, inteligente, irónico y mordaz, con una tremenda capacidad para recordar hechos y lugares de la historia de España, que me dejaban asombrado.
Nos sentábamos los dos en la llamada Casa de los Pobres. Era y es, una pequeña estancia con un horno de leña, donde antaño cocían el pan y hasta no hace mucho asaban el cordero asado en las fiestas del pueblo. Al amor de la lumbre baja nos sentábamos mi tío y yo. Liaba él su cigarro de Caldo y yo mi Ducados y nos tirábamos horas de charla atizando la lumbre de vez en cuando. Con él, aprendí más historia de España que en toda mi carrera de estudiante.
Tenía un gran poder de seducción. Cuando su padre y el mío, el tío Marcelo, Secretario de Ayuntamiento como aún reza una tarjetita metálica a la entrada de la casa, la distracción estaba asegurada. Así sucedía en las matanzas cuando nos reuníamos todos y empezaban los dos a contar historias de sus tiempos mozos. Unas eran ciertas, otras inventadas, pero todas nos hacían reír sin parar durante horas.
Es la hora de volver a la tumultuosa y ruidosa ciudad. La nostalgia me abruma. Visito antes el cementerio, pequeñito, adosado a la iglesia donde reposan mis queridísimos padres cuya ausencia tanto lamento. El tío Marcelo y la Tía María. Es de bien nacidos ser agradecidos me decía mi madre, la persona más buena del mundo y la madre más querida. Les doy un beso y me despido una vez más de ellos. Me consuela saber que los tengo cerca, en su querido pueblo, adonde pronto regresaré. Allí siempre me siento un poco más niño, aquel que nunca desearía haber dejado atrás.

1 comentario:

Paco Bernal dijo...

Leyéndote, me he acordado de un documental que no sé si has visto. Se llama "Ser y tener". Tiene ya algunos años. Trata de la vida de un maestro de escuela rural, en Francia. Si no lo has visto, búscalo. A mí me gusta volver a verlo de vez en cuando.

Por lo demás, me ha gustado mucho el post y me he sentido identificado, más que con las anécdotas concretas, con el tono general.

Algo parecido decía yo el otro día aquí:

http://vienadirecto.blogspot.com/2010/11/mi-maria.html

Un abrazo :-)