Siempre lamentaremos haber
dejado de ser como esos locos bajitos de Serrat, sin respeto a los horarios ni
a las costumbres, siempre a su aire, siempre jodiendo con la pelota, con ese
aire despreocupado y sonriente, al margen de los problemas de esos otros
demasiado cuerdos, que andan corriendo detrás de ellos, pensando que son de
goma, que se van a romper, preocupados por todo, inquietos, desasosegados, con
una angustiosa e inquieta desazón permanente por lo que les pueda pasar, tan
frágiles e indefensos como los ven, cuando en realidad son mucho más fuertes de
lo que su aparente y delicada sutileza aparenta, y sobre todo, por encima de
cualquier consideración del tipo que fuere, son mucho más felices que nosotros,
lo cual nos llena de una inmensa alegría, de una plena felicidad, que para
nosotros quisiéramos cada uno de los días de nuestra complicada y azarosa vida.
La búsqueda de la felicidad es
una exigencia irrenunciable del ser humano, que no sólo debiera ser una meta a
conseguir, sino un objetivo diario a disfrutar, a conseguir de una manera
permanente y continua, sin sobresaltos que nos hagan lamentar una existencia,
que en la mayoría de las ocasiones, está plagada de altibajos que nos impiden
alcanzar ese logro, tan apetecido como inalcanzable, de mostrarnos cual si
locos bajitos fuéramos el resto de nuestros días, esos que se encargarán de
recordarnos que de ilusiones no se vive y que la felicidad es un bien escaso, poco
extendido, caro y de difícil consecución, que está vedado a la mayoría de las
gentes que lo buscamos con tenacidad, a veces sin ser conscientes de ello, pero
que constituye uno de los hitos más deseados de todo ser humano cuando logra
alcanzarlo, consiguiendo con ello la plenitud de su existencia, sino
definitiva, al menos sí temporalmente, lo cual ya supone todo un éxito a
disfrutar mientras dure, pues no suele ser tan largo su disfrute, como para
olvidarnos de la persistencia adecuada para tratar de mantenerlo, aferrándonos así, a su gozoso y feliz deleite.
Pero ni siquiera todos los
niños tienen dibujada en su cara esa sonrisa, ese aire de felicidad, esa
maravillosa sensación de vivir en la más genuina inocencia que les hace
adorables a la vista de quienes los contemplamos con arrebato, júbilo y feliz
regocijo. Esa sonrisa que les pertenece por derecho propio, aparece
transformada en una tristeza infinita en tantos niños de este cruel mundo, que
les niega una felicidad y una sonrisa que es irrenunciable, que se trastoca en
esa mirada perdida, inmensamente amarga y afligida que es impropia y ajena a
una infancia perdida que repercutirá negativamente en sus tristes vidas.
Esos renglones torcidos de un
Dios que les niega la dicha de la sonrisa, quizás porque está demasiado ocupado
en velar por los niños del primer mundo que todo lo tienen, que nada les falta,
que viven con felicidad y contento su infancia, olvidados también por el resto
de la humanidad, por los seres humanos, por los hombres y mujeres que tienden a
desviar la mirada de los medios de comunicación cuando contemplan a esos
pobres, inocentes y desgraciados niños, que no poseen ni siquiera la dicha de
sonreír.
Según un medio internacional
dedicado a conocer y medir el grado de felicidad de los ciudadanos del mundo,
nuestro País, ocupa un lugar próximo al número cuarenta en la escala que
determina el grado de felicidad de sus ciudadanos, lo cual supone que tenemos a
demasiados seres felices por encima de nosotros, pero como contrapartida, son
muchos, muchísimos más los que se encuentran por debajo de nuestro umbral
dichoso y feliz, por lo que no sé si debiéramos sentirnos satisfechos o todo lo
contrario, ya que al fin y al cabo no es sino una estadística más, una
apreciación más o menos objetiva, que imagino tomará unos datos económicos y
sociales del país en cuestión y los traduce en el mayor o menor grado de
felicidad de la gente que lo habita, lo cual no me parece ni loable ni fiable,
ni mucho menos ajustado a los hechos, por lo que no me sirve de gran cosa, ni
por supuesto afecta para nada a mi estado de felicidad.
Buscar la felicidad es un
derecho, una necesidad, un fin en sí mismo que no debemos rehusar, en cuyo
empeño no debemos desistir. La observación de la naturaleza y de cuantas hermosas
manifestaciones nos depara, la contemplación de una obra de arte, la audición
de una melodía, el canto de un pájaro, el rumor de la lluvia, el murmullo del
agua del río, el dulce siseo de las hojas de los álamos mecidas por el viento,
el primer llanto de un niño, y sobre todo, su perenne sonrisa, su intocable e
irrenunciable felicidad, son motivos más que suficientes para ser felices, y
tratar de que lo sean los demás, pese a todos los imponderables que la vida nos
depara, sobre todo ahora, cuando a tanta gente se le niega una sonrisa debido a
tantas y tantas cargas como soporta cada día, fruto de un presente inestable y
de un futuro incierto que les retrae a la hora de disfrutar de una felicidad,
que pese a todo hemos de buscar con ahínco, como el bien más preciado que el
ser humano pueda desear.
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