Parece mentira que hayan pasado
tantos años desde aquellos en los que Ibarretxe y compañía nos daban la tabarra
todos y cada uno de los días de aquella época, con su famoso Plan, con su
infatigable y permanente presión en los medios de comunicación, con la misma
que ahora ejercen los Catalanes, invadiendo nuestra vida diaria con una
continua presión, casi coactiva, que nos lleva a tratar el tema en todas las
reuniones, coloquios, celebraciones y charlas de pasillo, hasta el extremo de
ocupar un importante espacio en la cocina, lugar de frecuente encuentro
familiar, mientras se cocina, se toma un piscolabis o se disfruta de la paella
dominical, lo cual constituye una auténtica intromisión en nuestras vidas, hoy,
precisamente hoy, que al igual que ayer y desde hace ya varios años, sufrimos
una crisis galopante que no acaba de descabalgar en una huída hacia adelante,
que pese al tan cacareado fin en el que según algunos ya nos hemos instalado, y
que de hecho la ciudadanía no ve por ningún lado, pese a los datos de una
macroeconomía que nada tiene que ver con la microeconomía social y familiar,
con la que está reñida y de la que dista años luz.
Pasaron aquellos insoportables
años del famoso Plan, en los que todo comenzó más o menos como estamos viendo
ahora, con la tan cacareada y harto repetida identidad del pueblo Vasco – como
si los segovianos, pongo por ejemplo, no dispusiésemos de la nuestra – con el
discutible derecho a decidir, con el Rh negativo que les seleccionaba como una
raza única, diferente y exclusiva – según eso, cientos de millones de
vascos andan repartidos por el mundo
ignorando que lo son – con una lengua, como las seis mil lenguas y dialectos que
se hablan en el mundo, y con una bandera
y costumbres propias, que los convertían de facto en una nación, con derecho a
segregarse del resto de un País al que siempre han pertenecido y al que por
supuesto no pensaban pedir permiso alguno, ni mucho menos la oportunidad de
entrar a formar parte de una decisión que a todos nos corresponde.
Y hete aquí, que aquel vendaval
pasó, que llegó a desinflarse la continua opresión a la que nos sometían y que
llegó incluso a fijar una fecha para la consulta que nunca tuvo lugar –
recuerdo a muchos integrantes de la prensa que nunca se lo creyeron, que decían
que era un farol – y que al final, con la llegada de la coalición de izquierdas
y derechas que llegó al poder acabó con la pesadilla que nos machacaba los
oídos diariamente y que parece se ha visto remitida pese a la vuelta al gobierno
vasco del mismo partido que no obstante continúa con su ideal nacionalista,
pero con una importante dosis de sensatez que los anteriores gobernantes no
poseían en absoluto y que están contribuyendo a una estabilidad que se
agradece, pese a la llegada de los partidos abertzales que han invadido la
mayoría de las instituciones vascas y que no van a cejar en su empeño de
independizarse, pese a la tranquilidad ahora reinante.
Resumiendo, pensábamos que los
insoportables segregacionistas eran los vascos, los auténticos independentistas
que no cejarían en su empeño hasta conseguirlo – todavía no han dicho su última
palabra, claro está – mientras que los catalanes, que apenas se movían en este
sentido, los considerábamos, según se decía entonces, demasiado listos para
meterse en esos berenjenales, más moderados, más apegados a la pela, en
definitiva, menos extremistas, más prácticos.
Y ya ven lo que está pasando.
Nos restregamos los ojos en una maniobra de extrañamiento, sorpresa y un mal
disimulado enojo, y es que no nos lo acabamos de creer. Los ahora exaltados,
los casi fanáticos, resultan ser los catalanes. Ver para creer, aunque claro
está, no lo olvidemos, si Cataluña logra sus propósitos, el País Vasco lo
conseguirá a la mañana siguiente. Sin ningún género de dudas.
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