El ser humano ha construido
murallas desde el principio de los tiempos con fines diversos, aunque siempre
con la intención de cortar el paso a algo o alguien, para protegerse a sí
mismo, y así crear un espacio vital propio donde desarrollar su actividad, cercándolo,
bien con la intención de protegerse de los elementos agresivos de la naturaleza,
ya sean animados o inanimados, bien para defenderse de posibles enemigos también
humanos que podrían causarles daños tratando de adueñarse de sus posesiones, llegándose
de esta forma a la edificación de las viviendas cerradas y cubiertas, de los
muros de contención para contrarrestar efectos devastadores de las fuerzas de
la naturaleza desbocadas, y por último de las murallas defensivas del castillo
feudal y de las ciudades medievales con el objeto de contener los ataques de
los ejércitos enemigos invasores.
Hoy en día, el hombre se ha
empeñado en edificar nuevas murallas, que como siempre tratan de cercar,
separar y contener, no a un enemigo asaltante, que armado hasta los dientes trate
de arrebatarnos nuestro espacio, nuestras posesiones, nuestros dominios, sino que
llegan hasta esas artificiales fronteras con las manos y los bolsillos vacíos,
sin poseer bien alguno, solamente con la inhumana carga de una desesperación
que vienen arrastrando desde sus miserables lugares de procedencia, recorriendo
en ocasiones miles de kilómetros a través de paisajes desolados, desiertos y sabanas,
cruzando países desconocidos y arrastrando a su vez a nuevos seres humanos que
nada tienen ya que perder, porque nada poseen, dirigiéndose en una marcha
interminable hacia la civilización opulenta que se encuentra en el Norte,
siempre hacia el Norte, hacia la Europa rica y próspera, moderna y acaudalada,
como si de un paraíso se tratara, que de hecho lo es para ellos, aunque la
realidad les niegue en rotundo esa anhelante creencia.
Se trata de una auténtica
invasión, de una huida hacia delante de enormes masas de población de un
continente Africano que se muere día a día, acuciada por las guerras, las
enfermedades y el hambre, olvidados por Dios y por los hombres del mundo
occidental, que la han esquilmado mientras pudieron y quisieron, que ahora la
marginan y olvidan por completo, y que en un ejercicio de miserable y cruel
hipocresía la siguen utilizando para sus oscuros y despreciables intereses
comerciales, vendiéndoles armas, con los que los tiranos gobernantes puedan exterminar
a una población que se amontona en miserables campamentos de refugiados, desde
donde muchos tratan de dar el salto a esa cínica Europa que nada hace por
ellos, sino devolverlos a sus países de origen en el caso de que hayan logrado
entrar en sus intocables dominios.
Ninguna muralla podrá, sin
embargo, detener jamás a esas imparables masas de seres desesperados que tratan
continuamente de asaltar y derribar esos muros de contención creados
expresamente para evitar una invasión que cada vez será más numerosa. Las
vallas creadas a tal fin, son cada vez más altas, más fuertes y más imponentes,
pensando que harán las veces de fuerza suficientemente disuasiva ante el empuje
de quienes quieren derribarla, aunque los hechos demuestran lo contrario y
muchos consiguen traspasarlas, pese a la imposición del obstáculo en sí y a las
fuerzas humanas ocupadas en reprimir estos intentos que cada vez son mayores,
en mayor número y a través no sólo de estos muros físicos, sino también de
otros obstáculos naturales como el mar, a través del cual muchos logran entrar,
aunque son muchos también los que pierden la vida en el empeño.
Conozco a una persona, de
origen africano, al que todos los días saludo y que amablemente me responde
cuando me dirijo a un centro comercial, donde en el aparcamiento ayuda a la
gente a mover y descargar los carros de la compra, a devolver el carro a su
sitio, a entrar en el coche o a cualquier necesidad que la gente tenga, para lo
que él siempre está alegremente dispuesto. Pasa allí numerosas horas, yo diría
que todo el día, siempre con una excelente disposición y una atenta sonrisa.
Casi siempre le doy una pequeña propina, apenas unos céntimos, que es lo que la
gente suele darle por su cordial disposición hacia todos, le des o no el
oportuno estipendio.
Supongo que se trata de una de
esas personas que lograron entrar en nuestro País, no importa cómo, pero que se
gana la vida honradamente. No conozco su nombre, ni su origen de procedencia,
ni se lo voy a preguntar. Me saluda militarmente todos los días en cuanto me ve
llegar, o si paso de largo por la otra acera si es que ese día no entro a comprar.
Yo respondo a su militar saludo y le doy el tratamiento de mi general. Es como
tener un amigo Africano al que todos los días saludas, aquí, en Europa, en
España, en uno de los países que se empeña en poner vallas al campo, muros y
murallas defensivas para impedir que nos conquisten las hordas ocupantes que
amenazan nuestro bienestar. Jamás, por mucho que nos empeñemos, lograremos
detenerlos. Y es que el mundo no nos pertenece a unos pocos. Nos pertenece a
todos.
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