Devastación, ruina y desamparo,
es lo que nos sugiere nuestra mente, al contemplar el paisaje imaginado que
habría de surgir ante nuestros ojos si tuviésemos ocasión de visualizar
directamente los destrozos causados por un huracán, un tsunami, un pavoroso
incendio o cualquier otra tragedia originada por las fuerzas de la naturaleza,
a la que nada podemos oponer, ante la que nos sentimos indefensos e inermes, en
justo reconocimiento a unos poderosa naturaleza que nos recuerda continuamente,
por mucho que intentemos obviarla, que estamos desprotegidos ante ella, que
nuestro desvalimiento es tal, cuando tiende sus portentosos e hirientes
tentáculos sobre nosotros, que el desánimo que causa entre nuestras filas consigue
empequeñecernos hasta el punto de sentirnos desprotegidos y desarmados ante su
poder.
Pero gran parte de los
desastres que tantas desgracias y desventuras causan, encuentran su origen e
inicio en los mismos seres humanos que soportan sus consecuencias
catastróficas. El campo de batalla después de una confrontación bélica, es
quizás el más pavoroso de los escenarios que pueda imaginarse un ser vivo,
inteligente, capaz de lo mejor y de lo peor, hasta el extremo de llegar a
erigirse en el protagonista de la mayor de las crueldades, tal como ha venido
demostrando a lo largo de una historia plagada de hechos venturosos en unos
casos y de hermosos y delicadamente humanos en otros, siempre al lado de las mayores
barbaridades imaginables de las que en tantas ocasiones ha demostrado ser
capaz.
Las tragedias involuntarias
causadas por los hombres, como gravamen impuesto a los avances habidos en el
terreno de las comunicaciones a través de los siglos, comportan un panorama de
riesgos que hemos de asumir y que se traducen de vez en cuando en graves accidentes
y conmociones sociales diversas, que hemos de aceptar como tributo a un
progreso imparable que no podemos detener, en aras de una modernidad, en la que
la tecnología juega un papel tan importante, que no sabemos adónde nos puede
conducir, que posiblemente debiéramos ralentizar en cierta medida, pero que en
cualquier caso se está utilizando para nuestro bienestar, pero al mismo tiempo
también para nuestro control, al que nos vemos sometidos diariamente sin apenas
darnos cuenta, que nos anula en parte nuestra privacidad y nuestra intimidad y
a la que preferimos renunciar antes que abdicar en nuestro derecho a utilizar
sus innumerables ventajas, que quizás no sean tantas si analizásemos cuanto de
nosotros puede llegar a saber y a utilizar el gran hermano que tan
estrechamente nos controla y vigila.
Es evidente que no en todos los
acontecimientos sociales traumáticos intervienen dos partes, dos bandos, como
los últimos sucesos citados, ya que el hombre es el único responsable de la
creación de esos avances, de esa tecnología, cuyas consecuencias hemos de
arrostrar. Según la conocida y universal Ley de Murphy, si algo puede salir
mal, saldrá mal, expresión pesimista donde las haya, que no tiene una realidad
absoluta material, sino más bien relativa, pero que refleja la tendencia
negativa de las cosas cuando se abandonan a sí mismas, se gestionan
negativamente o se dirigen precisamente hacia la consecución de situaciones de
las que se espera que todo tienda hacia la negatividad, hacia el empeoramiento,
el abandono y el desastroso y consecuente final que de esos casos cabe esperar.
El paisaje tras la batalla
librada en este País, durante los interminables años de crisis que soportamos,
deja un desolador panorama en forma de miseria social, pérdida de derechos
adquiridos, abandono de infraestructuras de todo orden incluidas las
sanitarias, educacionales, culturales, científicas, con un desempleo abrumador
y unas condiciones laborables penosas, que han ocasionado una pérdida
irrecuperable de su poder adquisitivo y ha sumido a la población en un desánimo
generalizado que abruma cada día más a unos ciudadanos que no pueden ni deben
soportar más bajo ninguna circunstancia.
El naufragio no lo causamos los
ciudadanos, no somos culpables de una batalla librada contra nosotros, los
agredidos, con un solo contendiente agresor, que ha dejado un panorama
desolador, un paisaje arrasado, que nadie sabe cuándo ni cómo ni si podrá
volver a regenerarse. Tales han sido los destrozos.
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