Estos hermosos e incomparables
días otoñales, tan denostados por tanta gente a las cuales les resultan
insoportables por su oscuridad, languidez y tristeza aparentes, me atraen de
una forma muy especial, por su belleza indefinible, por la poesía que impregna
unos amaneceres y unas mañanas únicas, en las que todo es quietud y
tranquilidad, donde los árboles parecen moverse de una manera diferente,
dejándose acariciar por el aire que suavemente los mece, mientras una leve,
ligera y tenue lluvia, casi imperceptible, mesa sus delicadas hojas, cambiantes
ya en su color que comienza a ser indefinible, poseedoras de una radiante y
serena hermosura que tiende a su final, a punto de abandonar las ramas que las
cobijan para iniciar un viaje hacia la madre tierra, donde reposarán durante el
invierno, para renacer después, en primavera, en una explosión de vida nueva,
que llenará los campos de una pletórica y exuberante explosión de flores
nuevas, preludio de la maravillosa melena que cubrirá los árboles, que durante
el invierno quedaron a la intemperie sin su atenta protección.
Contemplo a través del cristal
de la ventana, extasiado, el precioso espectáculo que me depara un día como el
que describo, que ha amanecido con el regalo de unos tenues rayos de sol,
cuando aún los árboles no han perdido su lozanía y sus amigables hojas aún se
aferran a unas ramas que se bambolean, se cimbrean y se mecen alegremente
merced a un ligero y apacible viento que se filtra entre ellas, y abro la
ventana y escucho la dulce música como un susurro, como un sutil siseo que
asciende y desciende en intensidad, como si estuviera practicando escalas
musicales, como si quisiera interpretar una delicada sinfonía dedicada a
quienes tengan la capacidad, la suerte y la sensibilidad necesarias para
percibir tan exquisita melodía.
Y rememoro los años de mi
infancia, en el apacible pueblecito donde nací, adonde regreso con frecuencia,
para así seguir en contacto con aquellos irrepetibles tiempos, que aunque no
volverán, mantienen viva la ilusión y la alegría de vivir cada día, cada mes,
cada una de las maravillosas estaciones allí vividas, que la madre naturaleza
nos regalaba cada año en todo su esplendor, todas de una hermosura que debemos
aprender a percibir, porque todas tienen su encanto, su propia melodía, su luz,
su color que las caracteriza y define y que nos esperan siempre en un baile
perenne, con una cadencia anual, que nos asegura su vuelta, su retorno, allí en
plena y soberbia naturaleza y también aquí y allá y donde vivamos, porque la
vida se abre camino en cualquier parte, en cualquier lugar y sólo espera que
abramos los ojos y el corazón para contemplarla, para disfrutar la dicha y la
emoción de verla renacida cada día.
Antonio Machado, nuestro gran
poeta, admirado y leído por todos aquellos que aman la belleza, la ternura y la
ilusión de vivir cada día, en su forzoso y obligado retiro de Colliure, en
Francia, adonde llegó exiliado con su anciana madre, y dónde ambos
sobrevivieron apenas un poco de su precioso tiempo, tenía en sus bolsillos un
papel con el último verso que para nuestra desgracia y la suya escribió allí,
lejos de su patria, que denotan una profunda nostalgia y un sentido lamento por
la ausencia de aquellos lejanos años de niñez, vividos y disfrutados tan lejos
de donde estaba: éstos días azules y este sol de la infancia.
La profunda gratitud y la
extrema admiración que siento hacia Antonio Machado, la experimento por igual
hacia Federico García Lorca, Miguel Hernández, Alberti y tantos otros que
llenan nuestras vidas de una emoción y de unas ganas de vivir que nos hacen
amar la poesía que necesitamos en cada uno de nuestros días para continuar, por
difíciles que sean, por complicados que se nos presenten, que a veces pueden
parecer insuperables y que exigen todo nuestro coraje, tenacidad y fuerza para
remontar con ilusión los obstáculos que se nos presentan.
La emoción y la sensibilidad
que impregnan los versos de Federico, la
fuerza y la rabia con las que Miguel Hernández llena sus poemas, la energía
vital de los versos de Alberti y la profunda y serena belleza de los poemas de
Antonio Machado, son capaces de encender el espíritu hasta límites
inimaginables, despertando la alegría de vivir. Cuatro poetas para las cuatro
hermosas estaciones que la generosa naturaleza nos ha regalado.
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