Qué maravilloso almacén de
recuerdos de nuestro pasado es la memoria, ese rincón escondido en nuestra
portentosa mente, que ningún artilugio tecnológico actual ha podido igualar, a
pesar de los intentos que ha habido y habrá por lograr un cierto parecido, una
emulación de lo que es inimitable.
Todas las memorias físicas
que los ordenadores poseen, han sido
diseñadas basándose en la soberbia y majestuosa capacidad neuronal que extiende
sus prodigiosas redes por un área de nuestro singular y asombroso cerebro,
capaz de hacernos sentir como seres humanos desde el momento en que llegamos a
tener conciencia de nosotros mismos, de nuestros actos responsables, de nuestra
capacidad para sentir, crear y reconocernos en un presente y en un pasado,
cuyos recuerdos son atesorados celosamente a la espera de que en cualquier
momento recurramos a ellos, bien para extraer la información requerida, bien
para albergar nuevos contenidos, ya sean conocimientos, recuerdos, sensaciones
o percepciones varias, sin cuento, ya que su capacidad de retentiva es infinita
y su poder de sugestión no tiene límites.
Volver a la infancia y
rememorar el pasado es un hermoso juego que a todos nos encanta y al que
deseamos con frecuencia retornar. No hay distracción más sana y saludable, más
alegre y tierna que dejarnos llevar por la nostalgia de aquellos irrepetibles
años. No hay ninguna persona, sensible y humana, que no se refugie alguna vez
en ese lugar de la memoria donde se acumulan aquellos infantiles recuerdos, en
busca de un poco de la inocencia, la alegría, la ingenuidad y la explosiva y
vibrante energía entonces derrochada, cuando los años han pasado y no hay
vuelta atrás, y que cómo no, lamentamos su ausencia, el hecho de tener que
evolucionar hacia un futuro que hoy es presente que nos llena de
responsabilidad y obligaciones, que necesariamente hemos de asumir, y que aquel
niño que aún llevamos dentro de nosotros, tiende a rechazar.
Con suma facilidad y cada vez
con más frecuencia, algunos retornamos y volvemos la vista atrás, sin que ello suponga
un acto irresponsable, pues necesariamente tenemos los pies en el suelo. Nos
consideramos entonces con un derecho inalienable a conservar nuestros
infantiles recuerdos, que comprenden no solamente nuestra singular percepción
del mundo y de la vida, sino también de los lugares donde crecimos y de las
personas con las que convivimos, así como de los hechos que marcaron nuestra
existencia en aquellos decisivos años.
Uno de esos recuerdos que
suelen afirmarse en aquella época, me remiten a una lectura a la que solía
recurrir con frecuencia – eran un conjunto de selecciones o extractos de
artículos diversos obtenidos de revistas y publicaciones varias – cuyo título
que resumía a la perfección su contenido, rezaba así: el mejor consejo que
jamás oí, nunca te adelantes a los acontecimientos. Con el paso de los años, se
me quedó grabado de tal forma que se convirtió desde entonces en una norma de
conducta que he procurado seguir y que casi siempre me ha proporcionado excelentes
resultados.
Y hete aquí que ahora,
sobrepasadas las seis décadas de existencia, después de toda una vida dedicada
a la enseñanza elemental, primero, y a la formación técnica después, estoy de vuelta en las aulas, no como en
aquellos tiempos, en varios pueblecitos de la provincia de Segovia,
encantadora, mágica e inolvidable experiencia, como maestro de primera
enseñanza, y como profesor de EGB después, para pasar luego a la formación en
nuevas tecnología, sino como alumno de la Escuela Oficial de idiomas, al lado
de jóvenes, amables en extremo, que te hacen sentir como uno más de ellos,
donde no te sientes ni extraño, ni intruso, ni fuera de lugar, sino como un
alumno aventajado en edad y experiencia, pero con menos conocimientos que ellos
en una disciplina que no dominas y que comparten contigo en un gesto de
camaradería y solidaridad que les honra, y que consiguen que me sienta cómodo y
hasta rejuvenecido al lado de estos jovencitos que se han ganado mi agradecida
amistad.
Violeta, la inolvidable Violeta
Parra, cantaba así: volver a los diecisiete después de vivir un siglo / es como
descifrar signos sin ser sabio competente / volver a ser de repente tan frágil
como un segundo, versos que me han recordado mi feliz retorno a la escuela hoy.
y que me retrotraen a aquella, dónde aprendí mis primeras lecciones, con
aquellos maestros, que recuerdo siempre con un enorme respeto, que eran todo un
poema por su aspecto, su hiriente pobreza y su dedicación a la enseñanza,
lejos, muy lejos a veces de sus orígenes, muchas veces en una apartada aldea, o
en pequeños pueblos, como yo, este que fue maestro de escuela y hoy, a la
postre, alumno. Es como volver a empezar, volver de nuevo a la infancia nunca
olvidada y a rememorar un pasado hoy hecho presente.
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