martes, 12 de noviembre de 2013

VOLVER A LOS DIECISIETE

Qué maravilloso almacén de recuerdos de nuestro pasado es la memoria, ese rincón escondido en nuestra portentosa mente, que ningún artilugio tecnológico actual ha podido igualar, a pesar de los intentos que ha habido y habrá por lograr un cierto parecido, una emulación de lo que es inimitable.
Todas las memorias físicas que  los ordenadores poseen, han sido diseñadas basándose en la soberbia y majestuosa capacidad neuronal que extiende sus prodigiosas redes por un área de nuestro singular y asombroso cerebro, capaz de hacernos sentir como seres humanos desde el momento en que llegamos a tener conciencia de nosotros mismos, de nuestros actos responsables, de nuestra capacidad para sentir, crear y reconocernos en un presente y en un pasado, cuyos recuerdos son atesorados celosamente a la espera de que en cualquier momento recurramos a ellos, bien para extraer la información requerida, bien para albergar nuevos contenidos, ya sean conocimientos, recuerdos, sensaciones o percepciones varias, sin cuento, ya que su capacidad de retentiva es infinita y su poder de sugestión no tiene límites.
Volver a la infancia y rememorar el pasado es un hermoso juego que a todos nos encanta y al que deseamos con frecuencia retornar. No hay distracción más sana y saludable, más alegre y tierna que dejarnos llevar por la nostalgia de aquellos irrepetibles años. No hay ninguna persona, sensible y humana, que no se refugie alguna vez en ese lugar de la memoria donde se acumulan aquellos infantiles recuerdos, en busca de un poco de la inocencia, la alegría, la ingenuidad y la explosiva y vibrante energía entonces derrochada, cuando los años han pasado y no hay vuelta atrás, y que cómo no, lamentamos su ausencia, el hecho de tener que evolucionar hacia un futuro que hoy es presente que nos llena de responsabilidad y obligaciones, que necesariamente hemos de asumir, y que aquel niño que aún llevamos dentro de nosotros, tiende a rechazar.
Con suma facilidad y cada vez con más frecuencia, algunos retornamos y volvemos la vista atrás, sin que ello suponga un acto irresponsable, pues necesariamente tenemos los pies en el suelo. Nos consideramos entonces con un derecho inalienable a conservar nuestros infantiles recuerdos, que comprenden no solamente nuestra singular percepción del mundo y de la vida, sino también de los lugares donde crecimos y de las personas con las que convivimos, así como de los hechos que marcaron nuestra existencia en aquellos decisivos años.
Uno de esos recuerdos que suelen afirmarse en aquella época, me remiten a una lectura a la que solía recurrir con frecuencia – eran un conjunto de selecciones o extractos de artículos diversos obtenidos de revistas y publicaciones varias – cuyo título que resumía a la perfección su contenido, rezaba así: el mejor consejo que jamás oí, nunca te adelantes a los acontecimientos. Con el paso de los años, se me quedó grabado de tal forma que se convirtió desde entonces en una norma de conducta que he procurado seguir y que casi siempre me ha proporcionado excelentes resultados.
Y hete aquí que ahora, sobrepasadas las seis décadas de existencia, después de toda una vida dedicada a la enseñanza elemental, primero, y a la formación técnica después,  estoy de vuelta en las aulas, no como en aquellos tiempos, en varios pueblecitos de la provincia de Segovia, encantadora, mágica e inolvidable experiencia, como maestro de primera enseñanza, y como profesor de EGB después, para pasar luego a la formación en nuevas tecnología, sino como alumno de la Escuela Oficial de idiomas, al lado de jóvenes, amables en extremo, que te hacen sentir como uno más de ellos, donde no te sientes ni extraño, ni intruso, ni fuera de lugar, sino como un alumno aventajado en edad y experiencia, pero con menos conocimientos que ellos en una disciplina que no dominas y que comparten contigo en un gesto de camaradería y solidaridad que les honra, y que consiguen que me sienta cómodo y hasta rejuvenecido al lado de estos jovencitos que se han ganado mi agradecida amistad.
Violeta, la inolvidable Violeta Parra, cantaba así: volver a los diecisiete después de vivir un siglo / es como descifrar signos sin ser sabio competente / volver a ser de repente tan frágil como un segundo, versos que me han recordado mi feliz retorno a la escuela hoy. y que me retrotraen a aquella, dónde aprendí mis primeras lecciones, con aquellos maestros, que recuerdo siempre con un enorme respeto, que eran todo un poema por su aspecto, su hiriente pobreza y su dedicación a la enseñanza, lejos, muy lejos a veces de sus orígenes, muchas veces en una apartada aldea, o en pequeños pueblos, como yo, este que fue maestro de escuela y hoy, a la postre, alumno. Es como volver a empezar, volver de nuevo a la infancia nunca olvidada y a rememorar un pasado hoy hecho presente.

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