viernes, 1 de noviembre de 2013

LA MEMORIA DE LOS PUEBLOS

Mis recuerdos infantiles me conducen, afortunadamente y de vez en cuando, a aquellos dulces y maravillosos años que con tanto cariño añoro, vividos en pleno disfrute en un pequeño y apacible pueblo Segoviano, junto a la sierra, en las estribaciones de Somosierra, sistema montañoso que se divisa desde allí dibujando un amplio abanico de casi cientos ochenta grados, que en invierno, cuando se cubre de nieve, es un maravilloso y blanco regalo para los ojos y para la sensibilidad de quienes como yo, tenemos la suerte de contemplarlo con menos frecuencia de la que desearíamos, un poco hartos de estas ciudades cada día más ruidosas, más contaminadas y menos amables con los seres humanos que las habitamos, así como con los escasos animales, sobre todo las aves, que aún revolotean por ahí, y que, oh milagro, aún pueblan los árboles que afortunadamente sobreviven en las aceras de las calles, en las carreteras, plazas y parques, pese a un aire enrarecido, viciado e irrespirable, que inexplicable y afortunadamente logran digerir.
 Este pueblecito, donde nací y al que regreso una y otra vez a la casa del pueblo que mis queridos padres nos legaron, es una de las primeras aldeas de la provincia, cerca de Riaza, Pedraza y Sepúlveda, en un cinturón artístico y gastronómico envidiable, que no llega a la cincuentena de habitantes, aunque los más ancianos del lugar, y son amplia mayoría, afirman que tuvo más de doscientos en sus buenos tiempos, que lo siguen siendo, pues ha logrado sobrevivir al reciente pasado, cuando todo el mundo emigró a las ciudades, despoblándose y quedando relegados en el olvido hasta el punto de desaparecer, dejando ruinas y soledad a la par que bellos y hermosos parajes desolados, a los cuales la gente está volviendo, los hijos y los nietos de aquellos que tuvieron que emigrar, y que hoy construyen nuevas casas o rehabilitan las que heredaron de sus padres, como tantos hemos hecho, en un ejercicio de responsabilidad y buen hacer que retorna en nuestro goce y bienestar ampliamente multiplicado.
Su proximidad al puerto de Somosierra, supuso que durante la guerra civil, ambos bandos se disputaran ese importante paso que comunicaba Madrid con el norte de España, por lo que allí se libraron duros enfrentamientos, que aunque no pasaron de la zona, tuvo sus repercusiones en las gentes de los pueblos de los alrededores. Fue el caso de mi abuelo Pablo, padre de mi madre, que junto con su mujer, mi abuela María, eran los panaderos. Llevaban las alforjas repletas de pan a lomos de los burros. Mi abuelo repartía el pan por los pueblos aledaños hasta llegar a Robregordo, y para llegar allí, tenía que pasar por el puerto de Somosierra y el pueblo del mismo nombre, donde tanto los Nacionales como los Republicanos, se disputaban su paso, por lo que andaban a la greña por aquellos lares.
Contaba mi madre, que mi abuelo atravesaba el frente sin problemas, que ya le conocían y tanto unos como otros le dejaban pasar sin causarle problema alguno. Imagino que dirían, ya viene el panadero con sus hogazas de pan, paso libre para él, pues posiblemente, tanto unos como otros, se surtían de dicho pan en los pueblos donde se estableció cada bando hasta el final casi de la guerra civil cuando se rompió el frente con los nacionales que lograron pasar en su avance hacia Madrid. Leo en la prensa y veo en la televisión, cómo unos periódicos, casualmente todos ellos de corte conservador, de derechas, como solemos decir, afirman rotundamente que la superioridad moral de la derecha sobre la izquierda es innegable, pese a que siempre se ha afirmado lo contrario. Curiosa esta última afirmación, pues hasta ellos reconocen que la izquierda ostenta una supremacía, mejor dicho ostentaba según ellos, lo cual es ya una concesión hacia una izquierda que, efectivamente siempre se ha destacado por poseer una mayor sensibilidad, una mayor delicadeza y una especial dedicación hacia la cultura, la literatura y, sobre todo, hacia una creatividad artística en general, que viene avalada por una inmensa mayoría de representantes del mundo de las artes que nadie puede negar porque están ahí, en los anales de la historia,  y hablamos siempre, debe entenderse, de una derecha y de una izquierda civilizadas, alejadas de cualquier extremismo que pone a la misma altura a ambas tendencias.
            Mi abuelo Pablo, el panadero de Duruelo, mi pueblo, así como mi abuelo Mateo – debo citar a su mujer, mi abuela María – era el secretario del Ayuntamiento, padre de mi padre, que también fue secretario de administración local. Ambos no pertenecieron nunca a ningún bando, no se lo podían permitir, cayeron como se decía entonces en un bando y ahí quedaron, en su pueblecito haciendo su trabajo, adonde afortunadamente no llegó la guerra, aunque quedó a cuatro pasos, muy cerca, pero sin embargo sí se llevaron al médico y al maestro, decían que por ser de izquierdas, cuando ellos sólo defendían la libertad, la dignidad humana y el respeto al orden establecido que todos habían elegido  en unas elecciones libres.
            Ahora, la derecha rige los destinos de este País, y dejando muy claro quien ostenta la superioridad moral, ha decidido cortar todos los fondos concedidos para llevar a buen término la Ley de la Memoria Histórica, necesidad latente de este País para cerrar un capítulo que no llegó a completarse y que no puede marginarse por mucho que intenten que el paso del tiempo haga que caiga en el olvido. La inferioridad moral de la derecha, unida a un sentimiento que parecen tener de ser depositarios de los representantes de la dictadura, les impide poseer el mínimo de sensibilidad y de dignidad, para llevar a cabo una labor que este País necesita y que está pidiendo a gritos pese al silencio obligado que han impuesto, pero que nadie podrá acallar para siempre, porque jamás podrán borrar el recuerdo de las familias, porque aunque intentes silenciar su voz, no podrán lograrlo, jamás. Siempre les quedará la palabra.

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