Mis recuerdos infantiles me
conducen, afortunadamente y de vez en cuando, a aquellos dulces y maravillosos años
que con tanto cariño añoro, vividos en pleno disfrute en un pequeño y apacible
pueblo Segoviano, junto a la sierra, en las estribaciones de Somosierra, sistema
montañoso que se divisa desde allí dibujando un amplio abanico de casi cientos
ochenta grados, que en invierno, cuando se cubre de nieve, es un maravilloso y
blanco regalo para los ojos y para la sensibilidad de quienes como yo, tenemos
la suerte de contemplarlo con menos frecuencia de la que desearíamos, un poco
hartos de estas ciudades cada día más ruidosas, más contaminadas y menos
amables con los seres humanos que las habitamos, así como con los escasos
animales, sobre todo las aves, que aún revolotean por ahí, y que, oh milagro,
aún pueblan los árboles que afortunadamente sobreviven en las aceras de las
calles, en las carreteras, plazas y parques, pese a un aire enrarecido, viciado
e irrespirable, que inexplicable y afortunadamente logran digerir.
Este pueblecito, donde nací y al que regreso
una y otra vez a la casa del pueblo que mis queridos padres nos legaron, es una
de las primeras aldeas de la provincia, cerca de Riaza, Pedraza y Sepúlveda, en
un cinturón artístico y gastronómico envidiable, que no llega a la cincuentena
de habitantes, aunque los más ancianos del lugar, y son amplia mayoría, afirman
que tuvo más de doscientos en sus buenos tiempos, que lo siguen siendo, pues ha
logrado sobrevivir al reciente pasado, cuando todo el mundo emigró a las
ciudades, despoblándose y quedando relegados en el olvido hasta el punto de
desaparecer, dejando ruinas y soledad a la par que bellos y hermosos parajes
desolados, a los cuales la gente está volviendo, los hijos y los nietos de aquellos
que tuvieron que emigrar, y que hoy construyen nuevas casas o rehabilitan las
que heredaron de sus padres, como tantos hemos hecho, en un ejercicio de
responsabilidad y buen hacer que retorna en nuestro goce y bienestar ampliamente
multiplicado.
Su proximidad al puerto de
Somosierra, supuso que durante la guerra civil, ambos bandos se disputaran ese
importante paso que comunicaba Madrid con el norte de España, por lo que allí
se libraron duros enfrentamientos, que aunque no pasaron de la zona, tuvo sus
repercusiones en las gentes de los pueblos de los alrededores. Fue el caso de
mi abuelo Pablo, padre de mi madre, que junto con su mujer, mi abuela María, eran
los panaderos. Llevaban las alforjas repletas de pan a lomos de los burros. Mi
abuelo repartía el pan por los pueblos aledaños hasta llegar a Robregordo, y
para llegar allí, tenía que pasar por el puerto de Somosierra y el pueblo del
mismo nombre, donde tanto los Nacionales como los Republicanos, se disputaban
su paso, por lo que andaban a la greña por aquellos lares.
Contaba mi madre, que mi abuelo
atravesaba el frente sin problemas, que ya le conocían y tanto unos como otros le
dejaban pasar sin causarle problema alguno. Imagino que dirían, ya viene el
panadero con sus hogazas de pan, paso libre para él, pues posiblemente, tanto
unos como otros, se surtían de dicho pan en los pueblos donde se estableció
cada bando hasta el final casi de la guerra civil cuando se rompió el frente
con los nacionales que lograron pasar en su avance hacia Madrid. Leo en la
prensa y veo en la televisión, cómo unos periódicos, casualmente todos ellos de
corte conservador, de derechas, como solemos decir, afirman rotundamente que la
superioridad moral de la derecha sobre la izquierda es innegable, pese a que siempre
se ha afirmado lo contrario. Curiosa esta última afirmación, pues hasta ellos
reconocen que la izquierda ostenta una supremacía, mejor dicho ostentaba según
ellos, lo cual es ya una concesión hacia una izquierda que, efectivamente
siempre se ha destacado por poseer una mayor sensibilidad, una mayor delicadeza
y una especial dedicación hacia la cultura, la literatura y, sobre todo, hacia
una creatividad artística en general, que viene avalada por una inmensa mayoría
de representantes del mundo de las artes que nadie puede negar porque están
ahí, en los anales de la historia, y
hablamos siempre, debe entenderse, de una derecha y de una izquierda
civilizadas, alejadas de cualquier extremismo que pone a la misma altura a
ambas tendencias.
Mi abuelo
Pablo, el panadero de Duruelo, mi pueblo, así como mi abuelo Mateo – debo citar
a su mujer, mi abuela María – era el secretario del Ayuntamiento, padre de mi
padre, que también fue secretario de administración local. Ambos no
pertenecieron nunca a ningún bando, no se lo podían permitir, cayeron como se
decía entonces en un bando y ahí quedaron, en su pueblecito haciendo su
trabajo, adonde afortunadamente no llegó la guerra, aunque quedó a cuatro
pasos, muy cerca, pero sin embargo sí se llevaron al médico y al maestro, decían
que por ser de izquierdas, cuando ellos sólo defendían la libertad, la dignidad
humana y el respeto al orden establecido que todos habían elegido en unas elecciones libres.
Ahora, la
derecha rige los destinos de este País, y dejando muy claro quien ostenta la
superioridad moral, ha decidido cortar todos los fondos concedidos para llevar
a buen término la Ley de la Memoria Histórica, necesidad latente de este País
para cerrar un capítulo que no llegó a completarse y que no puede marginarse
por mucho que intenten que el paso del tiempo haga que caiga en el olvido. La
inferioridad moral de la derecha, unida a un sentimiento que parecen tener de
ser depositarios de los representantes de la dictadura, les impide poseer el
mínimo de sensibilidad y de dignidad, para llevar a cabo una labor que este
País necesita y que está pidiendo a gritos pese al silencio obligado que han
impuesto, pero que nadie podrá acallar para siempre, porque jamás podrán borrar
el recuerdo de las familias, porque aunque intentes silenciar su voz, no podrán
lograrlo, jamás. Siempre les quedará la palabra.
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