jueves, 10 de abril de 2014

ESTADO DE INDEFENSIÓN

La historia de la humanidad se caracteriza por una sucesión de hechos sociales, políticos, culturales y económicos, que no han seguido una secuencia lineal y continuada en el tiempo, sino que ha estado sometida a altibajos constantes que han trastocado un avance imparable, ininterrumpido y duradero, que sería lo deseable, en un inacabable e impetuoso movimiento hacia delante con épocas florecientes y luminosamente clarificadoras y relevantes en cuanto a los avances conseguidos, con otras en las que el retroceso y la pérdida de lo conseguido hasta entonces, fueron una constante, con momentos históricos en los que el oscurantismo, la ausencia de libertad y el despotismo, anularon todas las ansias de progreso que el ser humano ansiaba desde su posición de sujeto protagonista de una sociedad en estado de consolidación y progreso, que se le negaba por parte de quienes ostentaban el poder a todos los niveles.
En la antigua Grecia, ser ciudadano significaba fundamentalmente, no ser esclavo. Sin embargo allí donde instauraron democracias en sus ciudades, los griegos clásicos consideraron que había que ser varón y mayor de cierta edad para poder detentar la cualidad de la ciudadanía de pleno derecho, con lo que excluyeron de la misma a las mujeres y los niños, que la tendrían de hecho. Esto es, a tal colectivo de mujeres y niños se les consideraba en cierto modo ciudadanos de hecho, aunque no de derecho: al niño en cuanto nacido en la ciudad, y por tanto, futuro ciudadano con voz y voto, y a la mujer en cuanto que madre, puesto que lo había engendrado, pero sin voz ni voto en la asamblea.
La ciudadanía de derecho se reservaba a los varones mayores de edad e incluía las siguientes obligaciones: La de ir a la guerra en defensa de la ciudad, la de respetar a las deidades y a las leyes propias, la de participar directamente en la asamblea de gobierno y defenderse o acusar en un litigio jurídico ante tribunales populares. Había ciudades que se gobernaban tiránicamente y otras que se gobernaban democráticamente, esto es, las que decidían que el conjunto de ciudadanos gobernase. Tales democracias directas y restringidas eran muy distintas a las democracias representativas de nuestros días, pero constituyen la base o los cimientos de las democracias posteriores.
Durante la Edad Media y con la llegada al poder de las monarquías absolutas, era el rey quien tenía a su cargo y ejercía más o menos de hecho los tres poderes clásicos, manteniéndose el ciudadano al margen de cualquier posibilidad de influir en las decisiones que le afectaban, sino que se encontraba bajo la potestad del señor feudal en primera instancia y del Rey en último y definitivo lugar.
 A finales de la Edad Media, la burguesía iría adquiriendo mayor protagonismo en la esfera económica y civil. El filósofo inglés John Locke, en el siglo XVII, defendía no sólo que el poder debía ser controlado para eliminar toda suerte de abusos y despotismos sobre la población, sino que consideraba que todos los seres humanos poseen por igual unos derechos naturales a la vida, como son la propiedad y la libertad, derechos y potestades que ningún Estado puede violar. De ahí la defensa de John Locke de la división de poderes, idea que luego retomaría Montesquieu.
Y hasta hoy. Después de tantos vaivenes históricos, la democracia se halla supuesta y formalmente asentada en la inmensa mayoría de los países del Planeta, que no en todos, en los que el descontento y las numerosísimas muestras de insatisfacción y quejas por parte de la población aumentan de forma exponencial, sobre todo en determinados países como el nuestro, donde la corrupción, el despilfarro y la ineptitud política se dan de la mano, acompañados de un sentimiento de incredulidad en una justicia demasiada politizada, lenta y dubitativa, que no da la imagen de seriedad e imparcialidad que necesita el ciudadano para confiar en ella.
Tampoco se le facilitan al ciudadano los medios necesarios para poder manifestar sus quejas, sus protestas, directamente, de hecho, no a través de las consabidas manifestaciones que no suelen conducir a nada positivo, reduciéndose todo a seguir unas lentas e inacabables vías burocráticas, cuyo sentido no es otro que el de frenar los trámites hasta el punto de obligar al ciudadano a desestimar lo emprendido, muy al contrario de la operación inversa, es decir, cuando la Administración va contra el ciudadano, en cuyo caso todo es más rápido y eficiente, para desgracia del administrado, que se ve así agredido una vez más.
Todo ello contribuye a crear en la población un sentimiento de inseguridad y desamparo, que le mueve a considerarse en un permanente estado de incertidumbre y zozobra constante, en una indefensión desesperante e insoportable, que le lleva a negar y rechazar a un Estado en el que no cree, en el que no confía y que no le representa.

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