La historia de la humanidad se caracteriza por una
sucesión de hechos sociales, políticos, culturales y económicos, que no han
seguido una secuencia lineal y continuada en el tiempo, sino que ha estado
sometida a altibajos constantes que han trastocado un avance imparable,
ininterrumpido y duradero, que sería lo deseable, en un inacabable e impetuoso
movimiento hacia delante con épocas florecientes y luminosamente clarificadoras
y relevantes en cuanto a los avances conseguidos, con otras en las que el
retroceso y la pérdida de lo conseguido hasta entonces, fueron una constante,
con momentos históricos en los que el oscurantismo, la ausencia de libertad y
el despotismo, anularon todas las ansias de progreso que el ser humano ansiaba
desde su posición de sujeto protagonista de una sociedad en estado de
consolidación y progreso, que se le negaba por parte de quienes ostentaban el
poder a todos los niveles.
En la antigua Grecia, ser ciudadano significaba fundamentalmente, no ser esclavo. Sin
embargo allí donde instauraron democracias en sus ciudades, los griegos
clásicos consideraron que había que ser varón y mayor de cierta edad para poder
detentar la cualidad de la ciudadanía de pleno derecho, con lo que excluyeron
de la misma a las mujeres y los niños, que la tendrían de hecho. Esto es, a tal
colectivo de mujeres y niños se les consideraba en cierto modo ciudadanos de
hecho, aunque no de derecho: al niño en cuanto nacido en la
ciudad, y por tanto, futuro ciudadano con voz y voto, y a la mujer en cuanto
que madre, puesto que lo había engendrado, pero sin voz ni voto en la asamblea.
La ciudadanía de derecho se reservaba a los varones
mayores de edad e incluía las siguientes obligaciones: La de ir a la guerra en
defensa de la ciudad, la de respetar a las deidades y a las leyes propias, la
de participar directamente en la asamblea de gobierno y defenderse o acusar en
un litigio jurídico ante tribunales populares. Había ciudades que se gobernaban
tiránicamente y otras que se gobernaban democráticamente, esto es, las que
decidían que el conjunto de ciudadanos gobernase. Tales democracias directas y
restringidas eran muy distintas a las democracias representativas de nuestros
días, pero constituyen la base o los cimientos de las democracias posteriores.
Durante la Edad Media y con la
llegada al poder de las monarquías absolutas, era el rey quien tenía a su cargo
y ejercía más o menos de hecho los tres poderes clásicos, manteniéndose el
ciudadano al margen de cualquier posibilidad de influir en las decisiones que
le afectaban, sino que se encontraba bajo la potestad del señor feudal en
primera instancia y del Rey en último y definitivo lugar.
A finales de la Edad Media, la burguesía iría
adquiriendo mayor protagonismo en la esfera económica y civil. El filósofo
inglés John Locke, en el siglo XVII, defendía no sólo que el poder debía ser
controlado para eliminar toda suerte de abusos y despotismos sobre la
población, sino que consideraba que todos los seres humanos poseen por igual unos
derechos naturales a la vida, como son la propiedad y la libertad, derechos y
potestades que ningún Estado puede violar. De ahí la defensa de John Locke de
la división de poderes, idea que luego retomaría Montesquieu.
Y hasta hoy. Después
de tantos vaivenes históricos, la democracia se halla supuesta y formalmente
asentada en la inmensa mayoría de los países del Planeta, que no en todos, en
los que el descontento y las numerosísimas muestras de insatisfacción y quejas
por parte de la población aumentan de forma exponencial, sobre todo en
determinados países como el nuestro, donde la corrupción, el despilfarro y la
ineptitud política se dan de la mano, acompañados de un sentimiento de
incredulidad en una justicia demasiada politizada, lenta y dubitativa, que no
da la imagen de seriedad e imparcialidad que necesita el ciudadano para confiar
en ella.
Tampoco se le
facilitan al ciudadano los medios necesarios para poder manifestar sus quejas,
sus protestas, directamente, de hecho, no a través de las consabidas
manifestaciones que no suelen conducir a nada positivo, reduciéndose todo a
seguir unas lentas e inacabables vías burocráticas, cuyo sentido no es otro que
el de frenar los trámites hasta el punto de obligar al ciudadano a desestimar
lo emprendido, muy al contrario de la operación inversa, es decir, cuando la
Administración va contra el ciudadano, en cuyo caso todo es más rápido y eficiente,
para desgracia del administrado, que se ve así agredido una vez más.
Todo ello
contribuye a crear en la población un sentimiento de inseguridad y desamparo,
que le mueve a considerarse en un permanente estado de incertidumbre y zozobra
constante, en una indefensión desesperante e insoportable, que le lleva a negar
y rechazar a un Estado en el que no cree, en el que no confía y que no le
representa.
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