Resulta
indudable, según mi humilde opinión, que la fascinación por el mundo del lujo
alcanza a una gran masa de ciudadanos que solemos caer bajo el espectacular y
glamoroso manto que cubre esa inalcanzable suerte de objetos, de innumerables
posesiones materiales de toda índole, que con su magnético y mágico poder de
atracción, atrapan a todo aquel que los contempla, bajo un indudable y cálido embrujo, con una poderosa seducción, que atrae y
deslumbra a todo aquel que los contempla, ya sea una hermosa y espectacular
joya, un fabuloso y caro automóvil, una espectacular mansión, castillo o
señorial residencia, un soberbio y fastuoso yate, o una singular, única e
irrepetible obra de arte, ya se trate de una obra pictórica, de una escultura o
de un bellísimo y delicado palacete.
Difícilmente
puede el ser humano sustraerse al encanto y al innegable atractivo que el lujo,
el gran e incontestable gran lujo posee intrínsecamente, y al que sólo la
desidia, el desdén o una posición ética y moral tendente a rechazar unos bienes
materiales que detesta por inadmisibles e inhumanos, es capaz de obviar,
desentendiéndose de ellos, hasta el punto de no sentir el más mínimo deseo de
contemplarlos, de poseerlos, de sentir la menor de las intenciones de llegar a
tener en su poder tan magníficos objetos de deseo, que tanto placer
proporcionaría a tanta gente como desearía gozar de ellos.
Pero aunque
es innegable que hasta en las cosas más sencillas reside la belleza, y que
incluso su mera y simple contemplación nos place y nos seduce, con una
placentera y gozosa satisfacción, negar que una esplendorosa joya, en sentido
amplio, creada, labrada a mano por un genial diseñador artesano en cuyo diseño
y realización empleó largas y dedicadas horas, sería un inútil y absurdo
empeño, cuya obstinación no tiene ni base ni justificación alguna, ya que casi
con absoluta seguridad, su oposición se basaría en su negativa a aceptar el
desorbitado valor pecuniario, lógico en este caso, y que contribuirá
decisivamente a la hora de valorar un objeto que puede llegar a alcanzar la
categoría de obra de arte, impidiendo de esta forma que su objetividad se
manifieste, dando paso a una subjetividad alienada e influida por unos
prejuicios que le obnubilarán la capacidad crítica y su capacidad para admirar
la innegable belleza contenida en la obra.
Un
embriagador perfume puede con apenas unas gotas de su delicado aroma, elevar el
espíritu a alturas inalcanzables para el más común de los mortales, lejos, muy
lejos de nuestras habituales y sencillas aguas de colonia, demasiado leves, en
exceso fuertes y agresivas en ocasiones y siempre excesivamente efímeras, salvo
las muy dignas y caras para nuestros bolsillos, que consiguen intentar emular
con cierto decoro a las grandes, costosas y exquisitas marcas de privilegio.
Las
estilizadas y sumamente atractivas líneas de un soberbio y carísimo automóvil,
procedente de una de las grandes y reputadas marcas, poseen un poderosísimo
atractivo para quienes admiramos una hermosa estética que configura una
elegante, bella, majestuosa y en ocasiones agresiva figura, que extasía a unos
admiradores, capaces de emocionarse ante el evocador y poderoso rugido de estas
fabulosas máquinas, a las que solemos desproteger de su vestido metálico, para
convertirlas en seres vivos con un alma de acero que los impulsa a velocidades
de vértigo, en un vuelo a ras del suelo, que provoca la celosa envidia del
viento, con el que compite en una dura y desigual batalla.
Es el poder del lujo y de la
opulencia el que nos domina de vez en cuando, en un arrebato de poseer lo que
seguramente jamás conseguiremos. Alcanzarlo seguramente no nos estará
permitido, pero ello no nos impedirá soñar con su posesión. Vivir en una
fantástica mansión, rodeado de un eficiente y numeroso servicio, con obras de
arte colgando de las paredes y poseedores de una espléndida y soberbia fortuna,
no supone ninguna trasgresión de ningún orden, ni una pérdida de tiempo, que de
ninguna manera puede calificarse al poder imaginar todo aquello que nos gustaría
disfrutar y de lo que no dispondremos seguramente jamás.
De sueños no se vive, pero el
poder de las ensoñaciones nos hacen la vida más placentera, incluso más
llevadera, y eso ya es algo más que deseable. Es necesario.
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