Viene a cuento esta expresión,
felizmente aún utilizada y plenamente en vigor, para registrar, documentar e
ilustrar determinadas actitudes aún muy presentes en nuestra idiosincrasia
patria, gráfica e ilustrativa como pocas, a propósito de la fórmula de vida
utilizada por los hidalgos españoles del siglo XVI, mediante la cual pretendían
mantener intacto su honor, cuando de defenderlo se trataba, que no era en pocas
ocasiones, y a la mínima, pues su capacidad de aguante, de asimilación lógica y
racional del concepto del honor y de una concepción filosófica de la vida
dejaba mucho que desear, y que consistía en que un caballero jamás daba su
brazo a torcer, no se bajaba de la burra, no daba por finiquitada la disputa,
si no quedaba claro que la razón sólo a él le correspondía. Un caballero nunca desenvaina
y pide disculpas, faltaría más, aunque no lleve razón, aunque la verdad y la
lógica no le asistan.
Era yo un chaval, correteando
por las praderas bañadas por el rió Duratón a su paso por Duruelo, el pueblo
donde nací, disfrutando de unas hermosas primaveras, unos increíblemente
luminosos veranos, unos bellísimos y tornasolados otoños, y sobre todo, unos
deliciosos e inolvidables inviernos, sin duda mi estación favorita, con cinco meses
de crudo y riguroso invierno, pleno de hielos y de nieve con los que disfrutar
de miles de formas diversas durante los recreos al salir de la cálida escuela,
y por las tardes, correteando por las eras, gozando de una infancia mágica,
desdichadamente irrepetible.
Recuerdo que ya por entonces mi
madre nos ponía la comida a la hora del parte, es decir, del diario hablado, el
nombre con el que entonces se le daba a las noticias radiadas y que era a las
dos y media, más o menos como hoy, costumbre que apenas ha cambiado, ya que
seguimos conservando los mismos horarios de hace siglos, no sólo en los hábitos
alimentarios – con las cenas a las diez y a la cama a las tantas – sino en otras
costumbres que mantenemos y con las que según parece, nos hemos quedado solos
los habitantes de este País, ya que hasta en Italia, Portugal y Grecia, los más
afines a nuestra peculiar idiosincrasia, han evolucionado cambiándolos y
adaptándolos a los del resto de Europa.
Según el diario Estadounidense
The New York Times, seguimos con la siesta de dos horas que todos los días nos
echamos los españoles – evidentemente exagerada esta apreciación - así como la
costumbre de cenar a las 10 o quedar a esa hora con los amigos para tomar una
par de cervezas viendo un partido de fútbol, al tiempo que afirma que mientras
que en otras partes de Europa la gente se prepara ir a dormir, en España
disfrutamos de la cena en familia, de la televisión o del fútbol, con lo que la
hora de irse a la cama se ha de retrasar necesariamente, hasta el punto de
alterar un descanso absolutamente necesario para enfrentar una jornada laboral,
que según este medio periodístico no es todo lo productiva que debiera, como
causa de estos horarios que tienen como consecuencia un descenso en la
productividad de los trabajadores, que en muchas ocasiones llegan a trabajar
más horas que en el resto de Europa, pero con la contrapartida de una menor
producción en los centro de trabajo, por lo que recomienda que se cambien los
hábitos para ajustarse a los ritmos y horarios Europeos, y se atreven a recomendar, que es hora de
abandonar la siesta, las tapas y las cervezas de entre semana para irse a la
cama antes, que hay que descansar.
Si a todo esto, añadimos un
hecho que tampoco tiene parangón en Europa, como es el de la ingente cantidad
de fiestas, casi todas religiosas, por cierto, como la inefable Semana Santa,
las Navidades, los innumerables puentes, los inclasificables traslados a día
laboral cuando la fiesta cae en sábado o domingo, y otras de carácter local, el
resultado, hemos de reconocerlo, es francamente desastroso a la hora de
contabilizar las horas de trabajo perdidas, porque somos incapaces de cambiar,
de evolucionar de adaptar nuestros ritmos diarios y nuestras costumbres a
nuestros conciudadanos europeos, porque entonces ya no seríamos tan Españoles,
tan diferentes, tan nosotros mismos y España ya no sería tan diferente.
Y es que no lo somos, pero
nosotros, a lo nuestro, sostenella y no enmendalla, porque los que tienen que
cambiar, son ellos. Faltaría más.