Este es un País que siempre se
ha caracterizado por tratar de bajar de su merecido pedestal a todo aquel o
aquella que destacaba en su profesión, actividad o menesteres a los que se
dedicaba con evidente y merecido éxito, despertando en vida odios y envidias
con frecuencia mal disimulados, y que a la postre, una vez desaparecidos de la
faz de la Tierra, eran falsamente reconocidos en una consumada ceremonia de la
ingratitud y de la hipocresía más acendradas, que perseguía dejar constancia de
un falso homenaje hacia quién ya no representaba un obstáculo ni despertaba
admiración alguna en el presente, sino que quedaba convertido en un recuerdo del
pasado que no había que reconocer cada uno de sus días, por parte de una sociedad
sumida en una mediocridad decadente, injusta y desagradecida.
Y así nos encontramos con
numerosos casos de ilustres personajes, que no hallaron reconocimiento alguno
hasta pasado mucho tiempo, no sólo por motivos políticos, de los que nuestra
historia llena está, sino, y sobre todo, de tantos hombres y mujeres que
destacaron en las artes, en las ciencias, en la ingeniería y en otros terrenos
donde lograron sobresalir por encima de una mayoría que no podía soportar el
éxito ajeno y que tuvieron que emigrar allende nuestras fronteras para obtener
la justa y merecida satisfacción debida a su obra, ya que aquí, en su País, eran incapaces de
reconocer tanto y tan bien ganado mérito, y mucho menos de agradecer, en un
gesto que se ha prodigado desde tiempos inmemoriales, y que aún hoy, en pleno
siglo XXI, tantos jóvenes con talento y una capacidad demostrada, tienen que
soportar por parte de una España desagradecida y desatenta que ni sabe ni quiere
reconocerles unos bien merecidos valores, que otros países seguro sabrán
atender en su justa medida.
Y así, pasado un tiempo
prudencial, nos empeñamos en desenterrar a nuestros ilustres desaparecidos,
después de años de vil abandono en unos casos, de mala conciencia en otros y de
una inútil e indiferente inercia en los demás, como si de esta forma
acallásemos nuestra mala conciencia, nuestra desidia y nuestro silencio
culpable, pero siempre tarde, demasiado tarde para reparar el daño causado,
para tratar de restañar las heridas o para quedar a bien con una historia que
se encargará de narrar unos hechos que debieron llevarse a cabo en un pasado
tan desagradecido como remoto.
En otros casos, en los que
afortunadamente el reconocimiento y la valoración fueron expresamente considerados,
nos empeñamos en conmemorar el cuarto centenario en un caso, o los siete
decenios de la muerte en otro, como es el caso Miguel de Cervantes y de
Federico García Lorca, respectivamente, tratando de encontrar sus restos, y
nada mejor para ello que buscarlos con denuedo y urgencia, después de tanto
tiempo, sin tener seguridad plena de lograrlo.
El objeto no es otro que el de
exhibir sus huesos, en una absurda ceremonia de la confusión más extraña y
desafortunada que pueda concebirse, como si con ello el Príncipe de los
Ingenios y el insigne poeta, pudieran tomar nueva vida en un mundo donde, en
este caso sí tienen asegurado, y desde siempre, el reconocimiento como genios
de las letras, para que de este modo podamos visitar su flamante panteón, con
lo cual ambos genios ilustres quedarían localizados en un lugar determinado
donde poder ser visitados.
No lo necesitan, ni Miguel de
Cervantes ni Federico García Lorca, ambos buscados con la misma decisión que
ellos oponen a ser encontrados. Su obra es su mausoleo. Dejémoslos reposar en
paz.
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